Por fin. Después de que los líderes del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra permanecieran cuatro años, un mes y veintiséis días injustamente privados de su libertad, tres de ellos en una cárcel de máxima seguridad, de esas diseñadas para que peligrosos delincuentes purguen sus penas, en una celda de dos por tres metros, donde tenían que pasar veintitrés horas del día en la más completa soledad, con derecho a una en el patio de la prisión, que podía ser suspendida por cualquier motivo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó que su reclusión era ilegal y ordenó su libertad inmediata.
En el debate prevalecieron las razones de la mayoría de los cinco ministros de la primera sala del máximo tribunal de la República, frente a la de su presidente que, contra toda evidencia, sostuvo que los quejosos eran responsables de los delitos que se les imputaban, y a la de otro de sus integrantes, quien proponía reclasificar el delito por el que se les condenó y devolver el expediente al tribunal responsable del proceso para que emitiera otra sentencia.
La resolución es un triunfo evidente de los movimientos sociales, que frente al uso de los aparatos de procuración e impartición de justicia, lo mismo federales que de los estados de la República, han tenido que incluir dentro de sus demandas la libertad de sus compañeros detenidos y el cese a la represión de los que cargan con órdenes de aprehensión en su contra por su participación en la protesta social y la defensa de los derechos ciudadanos y de los pueblos. En lo inmediato, la victoria se refleja en la libertad de los detenidos. Pero tiene otros efectos, que se desprenden de los argumentos vertidos por los propios ministros durante el debate, entre ellos: que la Procuraduría de Justicia del estado de México acusó a los líderes del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra y el juez que conoció del caso dictó sentencia con base en premisas falsas y endebles, y que aun así tales pruebas eran insuficientes e ilícitas para condenarlos. En otras palabras, los ministros dieron la razón a todos los ciudadanos de México y del mundo que denunciaron que la condena de los luchadores sociales obedecía a motivos políticos.
Pero si alguna duda quedara de que esa y no otra era la naturaleza del proceso y la sentencia recurrida, el ministro Juan N. Silva Meza lo expresó claramente durante su intervención, afirmando que las sentencias por las que los procesados solicitaban el amparo mostraban de forma maquillada una actitud institucional de criminalización de la protesta social, cuyo fin era castigar a la oposición. Para ilustrar su afirmación, dijo que la acusación contra ellos se basó en la circunstancia de que se encontraban en el lugar de los hechos, donde fueron detenidos, pero sin probar que ellos los hubieran cometido; y como no pudieron hacerlo, prefirieron responsabilizarlos enfatizando su participación en una organización social, “partiendo de una ideología totalitaria, donde el ejercicio de los derechos de libertad de expresión y reunión generan la falsa presunción de peligrosidad y despliegue de conductas consideradas delitos por los integrantes de dicha organización, sin que interese si se encuentran o no debidamente acreditadas”.
La aseveración tiene importancia porque el caso de San Salvador Atenco no es excepción en el país, sino la regla con que desde el Estado se mide la conducta de los movimientos sociales. Si no fuera porque el razonamiento del ministro derivaba de un caso concreto, se podría afirmar que no se estaba juzgando la conducta de las autoridades mexiquenses, sino las del país entero, todo el sistema de justicia mexicano. Por eso hay que celebrar la resolución de la Suprema Corte de Justicia, que se aparta sustancialmente de otras anteriores, pero no olvidar que miles de casos de esa naturaleza esperan sentencia, no en la primera sala del máximo tribunal del país, sino en los juzgados del fuero común y federal, y es ahí donde hay que dar la batalla.
Entre los inmediatos: exigir castigo a los responsables de las violaciones contra 27 compañeras durante su detención aquel ominoso 4 de mayo de 2006, justicia para los miembros del Sindicato Mexicano de Electricistas, los familiares de los mineros de Pasta de Conchos, los trabajadores de Cananea, los triquis de San Juan Copala, los comuneros de Santa María Ostula y la libertad de Raúl Hernández Abundio, de la Organización del Pueblo Indígena Me’phaa (OPIM), preso en Ayutla de los Libres, por citar algunos. También habrá que volver la vista a los congresos de los estados y al federal para exigir que se derogue el tipo penal de secuestro equiparado, cuya única razón de ser es la criminalización de la protesta social.