Todo empezó en 2001, cuando Montiel y Fox se amafiaron en el negocio del siglo: un nuevo aeropuerto
La represión en Atenco es uno de los más vergonzantes capítulos en la historia reciente de este país. Y tiene razón el ministro Góngora Pimentel: nunca se trató de reabrir una carretera. Fue un acto de venganza.
Todo empezó en 2001, cuando los indefendibles Arturo Montiel, gobernador, y Vicente Fox, presidente, se amafiaron en el negocio del siglo, disfrazado de la obra del sexenio: la construcción de un nuevo aeropuerto que extinguiría la existencia de Atenco, un municipio de honda raigambre prehispánica.
Esa ambición desencadenó una larga lista de abusivas torpezas: los gobiernos quisieron comprar al presidente municipal; contando con 70 pesos de presupuesto por metro cuadrado, ofrecieron sólo siete; desataron una campaña de odio y menosprecio contra los de Atenco por oponerse a desaparecer “en beneficio de la patria”. Por eso dijeron: no vendemos. A ningún precio.
De ahí comenzó una admirable batalla en tres frentes: la movilización social que llegó hasta el Zócalo con los machetes en alto como símbolo del trabajo en el campo; la conformación del Frente de Pueblos Unidos en Defensa de la Tierra —con adhesiones regionales, nacionales e internacionales— y una brillante defensa jurídica del maestro Ignacio Burgoa Orihuela. Hasta que en agosto de 2002 una furiosa presidencia foxista tuvo que anunciar la cancelación del proyecto y la revocación del decreto expropiatorio. Atenco venció a los dos gobiernos. Al PAN y al PRI.
Sólo esa factura pendiente explica la rabia de cuatro años después. Cuando en abril de 2006 un incidente de policías municipales contra vendedores de flores en Texcoco derivaría en una escalada de violencia que culminó en la madrugada del 4 de mayo.
Cuando los 5 mil atenquenses vivieron en carne propia el ataque virulento de 3 mil policías estatales y federales. Los que saquearon sus casas. Los que golpearon sistemática y profesionalmente a todo aquel que encontraban y aun a los que huían. Los que les mataron a dos de sus jóvenes. Los que les detuvieron y torturaron a sus padres e hijos. Los que violaron a sus mujeres de camino a la cárcel.
Esos hechos jamás se investigaron. Hoy día no hay responsables ni materiales ni intelectuales. En cambio, por retener unas horas a una decena de policías, los líderes de Atenco están en la cárcel de más alta seguridad en el país. Junto a asesinos, narcotraficantes y secuestradores. Fueron condenados a 112 años de prisión.
El caso Atenco está en la Suprema Corte de Justicia. Donde no se hará justicia. Y en donde por una de esas absurdas y mexicanísimas lagunas legales no habrá señalamientos de responsables y menos aun de castigos. Aunque no es menospreciable un fallo de indiscutible significación para la moral pública de este país.
Al momento de escribir estas líneas todavía se desconoce la determinación final de la mayoría. Pero Atenco ha desnudado ya el pellejo de los ministros. Brillos y oscuridades. Tamaños y calañas. Los que quieren salvar lo que de honorable le queda a la Corte. Y los que sólo piensan en beber y comer hasta el hartazgo con los poderosos.
Que nadie se confunda. La brutalidad de los policías no fue una ocurrencia del momento. Fueron entrenados y condicionados para actuar con salvajismo cavernario.
Que nadie se confunda. Al ministro —de cuyo nombre no quiero acordarme— que dijo que no servían como francotiradores contra políticos sólo le faltó decir que sí servían como tapaderas de políticos.
Que nadie se confunda. Se trata de no resignarnos al imperio del más fuerte. De no pagar por el delito de ser pobre. Se trata de hacer justicia a secas.