JAIME HERNÁNDEZ ORTIZ
Activistas de San Salvador Atenco manifiestan su apoyo a habitantes de Temacapulín. Imagen de archivo Foto: HECTOR JESUS HERNANDEZ
La resolución final de la Suprema Corte de Justica de la Nación (SCJN) –nombre eufemístico y que sirve para definir a este micropoder– sobre el caso de San Salvador Atenco, demuestra que en México no existe de momento la más mínima posibilidad de justicia para las víctimas que sufren atropellos a sus derechos humanos.
Los ministros de la SCJN, cuya única función era y es impartir justicia, se pronunciaron emitiendo de forma insólita sólo “lineamientos y recomendaciones” para las autoridades correspondientes para que “se amplíen las investigaciones” y se castigue individualmente a policías que nunca se identificaron, y que los legisladores del país elaboren leyes y reglamentos que “normen el uso de la fuerza”, la que, por el tenor de lo resuelto, terminaron legitimando y validando. Es decir, dejando el caso en total impunidad.
Macrorrepresión
A casi tres años de la macrorrepresión de mayo de 2006, de supuestas investigaciones y de atraer el caso de acuerdo con las facultades que le confiere la Constitución de la República, la actuación de la SCJN fue decepcionante.
Con la resolución de la SCJN queda confirmado que los casos Oaxaca, Guadalajara, Pasta de Conchos y muchos otros más, sólo tienen como esperanza la justicia internacional. Por cierto, la resolución de la SCJN se dio justo cuando el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, a nombre del Estado mexicano, “aceptaba” de buen modo numerosas recomendaciones de las Naciones Unidas para tratar de restablecer el cumplimiento de normas y tratados internacionales en materia de derechos humanos. Nada más paradójico. La realidad nos dice que al gobierno de facto del abogado Felipe Calderón no le importan los derechos humanos.
No conformes con sus sesudas argumentaciones para tolerar los abusos de poder, los ministros de la SCJN acordaron que “los responsables únicos” de las violaciones graves de garantías individuales en San Salvador Atenco, “eran los policías que infringieron tratos crueles o abuso sexual, así como mandos operativos medios, federal y estatal, que permitieron los abusos”; sin mencionar siquiera (por obvio temor fundado y comprensible) los nombres de Eduardo Medina Mora y el presidenciable Enrique Peña Nieto, así como de mandos superiores como el temible Wilfredo Robledo Madrid, que autorizaron el feroz operativo que se tradujo en múltiples atropellos a las garantías individuales.
Como se recordará, entre el 3 y el 4 de mayo de 2006 y como un claro mensaje de cómo se habría de actuar el 6 de julio de ese año, al menos 31 mujeres que eran trasladadas al penal de Santiaguito, fueron vejadas y algunas violadas. Antes había muerto Alexis Benhumea por el casquillo de una bomba lacrimógena lanzada por policías y detenido Ignacio del Valle, así como una veintena de pobladores de San Salvador Atenco, miembros del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, acusados de diversos delitos y condenados a prisión en condenas que espantarían, aquí sí, a los más fieros y sanguinarios asesinos del país. Ahora ni la resolución coadyuvará en la defensa de esos presos políticos.
También, como todos sabemos, los policías rasos y mandos medios que realizaron los operativos serán finalmente exculpados con el argumento de que no se sabe quiénes eran y que además “sólo obedecían órdenes”.
La Corte de Trespatines
Muchos sectores sociales tenían mucha confianza en que la SCJN asumiría una clara postura en favor de la legalidad y contra la impunidad. Sin embargo, no fue así. Muy por el contrario, la tan anhelada justicia no se dejó ver por ningún lado. Igual pasó con Lydia Cacho, cuando se pensó que se daría un ejemplar castigo a los funcionarios poblanos, entre ellos el gobernador Mario Marín.
Y como cualquier simple organismo público de derechos humanos o tribunal de alzada, la SCJN pidió a la Procuraduría de Justicia del Estado de México, que depende de Peña Nieto, “ampliar las investigaciones”, dando así el clásico carpetazo al caso.
Genaro Góngora Pimentel, Juan Silva Meza y el ministro ponente José de Jesús Gudiño Pelayo asumieron una postura más o menos consecuente. No así Sergio Aguirre Anguiano, jalisciense y conspicuo miembro del panismo yunquista de la entidad, quien siempre sostuvo que en Atenco “nunca hubo violación alguna de garantías” y que el uso de la fuerza fue hasta “benéfico para sus pobladores”, lo que le valió de inmediato el mote de “el pozolero” por familiares de víctimas.
Góngora Pimentel señaló directamente al gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, y a Eduardo Medina Mora como los principales responsables de los abusos, debido a que toleraron conductas de sus subordinados que “lastimaron a las víctimas y a la sociedad”. Juan N. Silva Meza dejó entrever la posibilidad de que a las víctimas sólo les queda acudir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos para perseguir penalmente a los responsables.
Las medidas de la SCJN sobre Atenco demostraron una vez más que no existe en México el estado de derecho ni el respeto a los derechos humanos, cuya presencia son el signo característico de todo sistema que se precie de ser democrático.
No sorprende entonces el degaste de las instituciones, de la creciente violencia social ante la impotencia de cómo se conducen las mismas, y de que en verdad cada vez hay más personas que con justa razón las mandan al diablo.
La SCJN deja una vez más una amplia estela de complicidades y de impunidad. Preferible mil veces la Tremenda Corte de Trespatines.