Alos magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación
Señores magistrados:
Me atrevo a dirigirme a ustedes, siendo casi lego pero no del todo en doctrina jurídica, para tocar el caso de los 12 presos de San Salvador Atenco, que con ese nombre han quedado ya en las crónicas de esta primera década del siglo y posiblemente con ese mismo pasarán a la historia jurídica y social de nuestro país. Así también quedaron con nombres genéricos los “presos ferrocarrileros” –11 años estuvieron encarcelados Dionisio Vallejo y Valentín Campa sólo por haber encabezado una huelga– o los “presos del 68”, que salieron de Lecumberri en 1971 libres de culpa y cargo, pero despues de tres años de encierro totalmente infundado.
Esos procesos contribuyeron a corromper nuestro sistema jurídico y a destruir la confianza en la justicia como recurso último ante los abusos del poder. A historias como esas pertenece el caso que ustedes tienen bajo juicio. ¿Es que no se han terminado? ¿Es que tendremos “presos de Atenco” por años todavía? ¿Van ustedes a avalar con su voto las atrocidades jurídicas, procedimentales y morales de las instancias inferiores?
Tengo la debilidad de esperar que no, que esta vez no, que el voto de cada uno de ustedes pondrá un hasta aquí a esa historia oscura y repetida que, extraña paradoja, está descrita y condenada en los murales de José Clemente Orozco y de Rafael Cauduro en ese mismo edificio donde ustedes estudian los expedientes, deliberan los casos y dictan las sentencias. Miren una vez más, les pido por favor, el gran mural de Cauduro en el cubo de la escalera. Allí está pintada la represión de 1968, las cárceles adonde fueron a parar los estudiantes, las torturas a las que fueron sometidos, la policía cargando sobre ellos, los muertos, la sangre y los zapatos huérfanos en las calles.
El 4 de mayo de 2006 esas escenas se repitieron, a la debida escala, en un pequeño pueblo del estado de Mexico, San Salvador Atenco. Sobre él se desató la violencia sin frenos ni medida de miles de policías que mataron, golpearon, robaron, vejaron y violaron. El único “delito” que había cometido ese pueblo, ustedes bien lo saben, era el que viene cometiendo el pueblo mexicano desde tiempo inmemorial: defender sus tierras, sus aguas y sus bienes contra la usurpación y el despojo.
¿Cual es entonces el delito punible? ¿A quién mataron, a quién robaron, a quién violaron los 12 presos de San Salvador Atenco? ¿Qué bién juridico, cuál principio de justicia se tutela con las sentencias que han recaído sobre ellos?
La cárcel es dura, sobre todo para quienes se saben inocentes. Hace pocas semanas estuvimos de visita, junto con Julieta Egurrola y Daniel Giménez Cacho, en el penal de Molino de Flores. Pudimos conversar con los nueve pobladores de Atenco allí encerrados desde hace cuatro años. Son jóvenes, son gente de trabajo. No se han dejado destruir por el encierro largo e injusto.
¿Pero por qué les estan destrozando sus vidas y las de sus familias, a ellos y a los otros tres que están, peor aún, en la cárcel de alta seguridad delAltiplano?
El proceso de San Salvador Atenco se ha convertido en un caso ejemplar. Sentará jurisprudencia. Nos dirá a todos, también a ustedes, cuál es el lugar y la imagen del supremo tribunal de la nación en estos tiempos terribles que México atraviesa.
En derecho y en conciencia, quieran dictar ustedes la libertad inmediata de los 12 presos de San Salvador Atenco. No permitan que la venganza siga tomando el lugar de la justicia en esta tierra mexicana. Ojalá. Esa es mi tenue pero terca esperanza.
Reciban mis atentos saludos.