Carlos Fazio
Desde mayo de 2006, 12 presos políticos vinculados al Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT) de San Salvador Atenco permanecen como rehenes de los poderes ejecutivos federal y del estado de México, en virtud del uso discrecional y faccioso de la justicia contra los movimientos sociales organizados y sus demandas. Viciado de origen, el caso Atenco es emblemático porque desnuda la actitud inquisitoria y la manera en que el Estado clasista emplea a la fuerza pública y la legislación penal como herramientas de control y disuasión social. Es decir, como instrumentos, a la vez excesivos e ilegales, para la criminalización de la pobreza y la protesta social. Se trata de un abuso de poder; pero esa forma ilegítima del Estado en el uso de su potestad punitiva significa, también, una judicialización de la política.
En mayo de 2007, Ignacio del Valle, Héctor Galindo y Felipe Álvarez, recluidos en la cárcel de máxima seguridad del Altiplano, fueron sentenciados a 67 años de prisión. A Del Valle, líder del FPDT, le adicionaron 45 años. Otros nueve presos que se encuentran en el penal Molino de Flores recibieron penas de 32 años. Por consigna, en virtud de una práctica sistémica generalizada, apoyada en el poder coercitivo del Estado a través de operaciones represivas desproporcionadas y la producción de un discurso maniqueo que imputa situaciones delincuenciales a los actores sociales, los jueces que intervinieron en el caso hicieron a un lado el principio de estricta legalidad, en lo que tiene que ver con la carga de prueba y la presunción de inocencia (apelando a la “acostumbrada presunción de culpabilidad”, ministra Olga Sánchez Cordero dixit) , y les aplicaron un tipo penal, el secuestro equiparado, verdadera aberración jurídica contraria al principio de taxatividad penal, que condiciona la imposición de una sanción penal a la existencia de una ley exactamente aplicable a la conducta de que se trate.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación atrajo los 12 casos, y tiene en sus manos la oportunidad de sentar criterios para revertir la criminalización de la protesta social, sancionar la inconstitucionalidad del secuestro equiparado, reforzar los lineamientos del uso de la fuerza policial conforme a los criterios de los derechos humanos y liberar a quienes han sido injustamente privados de su libertad.
El 25 de mayo, el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro presentó ante la Primera Sala de la Suprema Corte un amparo directo en favor de Ignacio del Valle, Felipe Álvarez y Héctor Galindo, y adjuntó el memorial amicus curiae (en latín, “amigos de la Corte”), que permite a terceros ajenos a una controversia judicial con interés particular en la definición de un litigio, presentar documentos para ofrecer consideraciones de derecho a un tribunal del conocimiento, con objeto de contribuir a la solución de la disputa.
El documento aboga por el papel histórico de la protesta social colectiva y su contribución al fortalecimiento de la vida democrática participativa, y lo contrapone a la recurrencia del Estado de apelar al derecho penal como única respuesta frente a grupos sociales que de manera legítima presentan exigencias al poder público. Cuando la protesta es resuelta por los gobernantes desde una óptica de confrontación, implica su criminalización o judicialización, dando paso a “un proceso político, mediático y jurídico, que etiquetando a los actos de protesta como delitos, busca sacar a un conflicto (o actor) social de la arena política para llevarlo al campo penal”. El objetivo de los impulsores de la criminalización es poner en marcha al poder punitivo del Estado para neutralizar, disciplinar o aniquilar la protesta. Con un efecto expansivo: paralizar por miedo y terror a todos quienes encarnan la protesta social.
Dice Esteban Rodríguez que “la criminalización de la protesta es una de las manifestaciones de la judicialización de la política”. O sea, la transformación de los conflictos sociales en litigios judiciales. Se trata de una lectura de la realidad bajo la lupa del Código Penal, con lo que criminalizar será despolitizar y deshistorizar o sacar de contexto un conflicto social, como vía para habilitar de manera facciosa el poder punitivo del Estado, justificando dicho conflicto con la lógica de la guerra y legitimando la intervención represiva del Estado.
En el caso Atenco (y también en el de los sindicalistas del SME y los mineros de Pasta de Conchos y Cananea en la coyuntura) dicha criminalización impugna la voz y la palabra de los actores sociales para rencuadrarlos como activistas, delincuentes o enemigos internos; desestabilizadores del “orden” clasista instituido.
El Centro Pro reivindica el derecho a la manifestación pública, porque el espacio urbano no es sólo un ámbito de circulación, sino también de participación ciudadana. Lo que en un plano simbólico y por la vía de los hechos, permite posicionar a un movimiento como el FPDT en el escenario público y colocar sus demandas en la agenda política, ante la imposibilidad de hacerlo por conducto de los laberintos burocráticos del sistema y de unos medios de difusión masiva que siguen las pautas impuestas por el duopolio de la televisión y engendros como la Iniciativa México; mismos que, como ocurre con los otros colectivos mencionados, han promovido en el imaginario colectivo un signo delincuencial contra los integrantes del FPDT.
En ese contexto, el fallo que tiene ante sí la Suprema Corte no se limita a una cuestión técnica, formal. Los ministros deben evitar reducir la protesta a un asunto de presunta legalidad y, con sensibilidad, buscar empatar la verdad jurídica con la verdad histórica, rechazando el autoritarismo y el uso faccioso de la justicia, y determinando, a la vez, la inocencia de los presos políticos de Atenco.