Adolfo Sánchez Rebolledo
E
l informe presentado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) acerca de las desapariciones y homicidios de los normalistas de Ayotzinapa cayó como una losa sobre los restos de confianza y credibilidad en la justicia, poniendo en un grave predicamento la voluntad presidencial de resolver el caso atajando la impunidad. La investigación independiente, largamente esperada por la sociedad y los familiares de las víctimas, se apoya en los abundantes expedientes oficiales, pero elabora sus propias indagatorias comprobando a cada paso los errores acumulados, la ausencia de rigor y el descuido que sustenta las principales hipótesis contenidas en la llamada
verdad históricaofrecida por la Procuraduría General de la República. En eso radica su carácter devastador. Sin embargo, contra lo que se piensa, el informe aún no es, como reconoce el propio grupo,
un diagnóstico definitivo de lo sucedido con los 43 normalistas desaparecidos, pues para ello harán falta nuevas investigaciones y peritajes orientados por la reformulación de las preguntas básicas en torno a lo sucedido.
Hace un año escaso que la tragedia de Iguala escandalizó al mundo (tan acostumbrado a las formas más inhumanas de violencia) como una manifestación puntual de la barbarie. Uno de los lados más sombríos de la crisis mexicana se mostró al descubrirse la fusión de las autoridades administrativas y políticas con los intereses de la delincuencia organizada, justo en una región y en un estado donde la fuerza del narcotráfico crece gracias a la floreciente impunidad que lo protege. El descubrimiento sucesivo de fosas clandestinas alrededor de Iguala, como resultado de la búsqueda ciudadana de los desaparecidos, demostró que allí y en otras regiones de Guerrero se estaba viviendo una situación límite que las autoridades habían eludido investigar. El golpeteo político hizo creer que por el tema de fondo tras los primeros asesinatos, es decir, la complicidad de las autoridades con el poder de la delincuencia, la necesidad de sanear el estado sería el objetivo a seguir junto con el esclarecimiento del paradero de los normalistas. Pero no fue así.
Los propios partidos en Guerrero omitieron la cuestión como asunto central de las campañas electorales de este año. Fuera de algunas declaraciones obligadas por las amenazas directas, las fuerzas políticas eludieron pronunciarse y actuaron bajo supuestos de inexistente normalidad, no obstante los crímenes registrados y el conocimiento de la posible
infiltraciónde los narcos en las candidaturas, por no hablar de otras instancias del estado.
Hoy la investigación del grupo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos vuelve a plantear que la brutal actitud de las policías de al menos tres municipios guerrerenses está relacionada directamente con el hecho de que Iguala (y a ello remite la hipótesis sobre el quinto autobús) es el corazón del traslado de la goma de opio que se obtiene a ojos vistas en las cañadas guerrerenses. Añade así la presunción de un móvil muy diferente al que aparece en la averiguación oficial en boca de ciertos implicados. A la luz de estos cuestionamientos, la explicación concreta en torno a las circunstancias de la desaparición de los estudiantes tendrá que reformularse atendiendo a las precisiones de los investigadores extranjeros, pero a los detalles concretos (¿hubo incineraciones en el basurero?) habría que sobreponer una mirada más amplia para entender por qué y cómo ocurrieron los hechos, evaluando el peso específico de los protagonistas en la represión violenta. Particularmente grave es la demostración de que las autoridades federales conocieron los hechos cuando éstos estaban en marcha y no actuaron, lo cual sólo se explica a partir de consideraciones políticas que permanecen en secreto, creando la legítima sospecha sobre el papel que éstas desempeñaron en la tragedia. Hay, pues, responsabilidades ineludibles que deben esclarecerse plenamente.
A pesar de las muestras de indignación generalizada y aun admitiendo la disposición de la procuraduría para interrogar y consignar a cientos de implicados, al final queda la convicción de que el
estado de derechoes una ficción, una red de disposiciones equívocas, una tierra de nadie donde la legalidad se procesa no para obtener la verdad, como ingenuamente se predica, sino para administrar y proteger los intereses más fuertes. Las contradicciones detectadas por el grupo investigador resultan inconcebibles en un caso de esta magnitud, pero ilustran a la perfección el estado que guarda ese aspecto de la justicia en México. La ilusión democrática que alentó las graduales transformaciones del régimen político no desembocó en el fortalecimiento de la ley basada en el previo respeto a los derechos humanos de las personas, sino en una tierra de nadie convertida en un pantano legaloide. Así, la tan ansiada verdad queda en suspenso hasta nuevo aviso.
En muchos casos harán falta peritajes colegiados, como ya ha aceptado el gobierno. La investigación de la CIDH nos dice qué es lo que no pudo pasar, pero eso no es suficiente pues necesitamos saber qué ocurrió con cada uno de los normalistas desaparecidos, cuya ausencia es una tortura insoportable para sus familias y un agravio para México. Las conclusiones implícitas o sugeridas en el informe del GIEI, la meticulosidad con que señala omisiones y francos errores, ayudarán a darle transparencia al proceso, pero sus aportaciones son indicios para reabrir la investigación, aspectos de una complicada trama que está lejos de resolverse. Es la última llamada para actuar con apego a la ley y hacer justicia.
Mientras, ¿quién pagará los platos rotos del despilfarro y la corrupción?