Ernesto López Portillo
24 de febrero de 2007
Recuerdo las imágenes que captaba la cámara desde el helicóptero, cuando la policía se desplegaba de manera desordenada para golpear sin cesar a quienes alcanzaba. Era el 4 de mayo de 2006 en Atenco y no lo dudé un segundo, inmediatamente supe que el hecho tendría consecuencias severas. Cuando las autoridades políticas y policiales del estado de México y luego las de Seguridad Pública federal negaron la gravedad de los hechos, mi certeza fue aún mayor. Incluso declaré en entrevistas de prensa que las afirmaciones de los funcionarios eran, por decir lo menos, apresuradas y que en ningún lugar del mundo se podía tener certeza inmediata de que el operativo se había realizado de manera adecuada, como ellos lo insistían.
Una cosa es la brutalidad policial y otra el uso innecesario de la fuerza. La primera es un acto consciente de causar daño más allá del control de una situación, mientras que el segundo caso puede reflejar la incapacidad de manejar una situación, ya sea por falta de entrenamiento o por otros motivos. La misma semana de los hechos hablé con decenas de colegas especializados en temas policiales, nacionales y extranjeros, y la hipótesis era clara: en Atenco se combinaron brutalidad y uso innecesario de la fuerza.
Que la policía niegue incurrir en malas conductas es absolutamente común en el mundo; pero que lo haga luego de que existen evidencias transmitidas por televisión es mucho menos frecuente y sólo es posible ahí donde la policía se mira a sí misma dentro de una esfera de impunidad, garantizada por el propio poder policial, por un sistema de justicia penal envuelto en la simulación y por una clase política que renuncia a enfrentar a la propia policía o bien se sirve de ella.
La cantidad de intereses que se alinearon dentro y fuera de la policía para evadir la responsabilidad consecuencia de la intervención en Atenco nos habla de un estado de descomposición de los aparatos policial y penal y del sistema político de proporciones descomunales.
La síntesis es clarísima: la policía, el sistema penal y los políticos operaron para enterrar los hechos de Atenco; la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, la sociedad civil, la comunidad internacional de Derechos Humanos y finalmente la Suprema Corte de Justicia de la Nación los desenterraron. Y ante nosotros aparecen dos oportunidades. La primera es que se haga cumplir la ley y que los hechos masivos ya probados de violaciones graves a las garantías individuales no queden impunes. Menuda tarea la de la comisión investigadora, en particular cuando deba deslindar las responsabilidades de los mandos policiales y de quienes desde cargos políticos de primer nivel negaron la gravedad de los hechos, y en esa medida no ordenaron investigaciones profundas y transparentes.
Los magistrados comisionados investigadores deben contestar el porqué de los hechos; desde ahí se teje la segunda oportunidad que consiste en desentrañar las causas estructurales del operar policial, es decir, las reglas formales e informales que organizan a la policía y que propician y toleran conductas que implican violaciones a derechos. Los comisionados en consecuencia deben distinguir dos niveles de aproximación: en uno habrán de reconstruirse los hechos para deslindar las responsabilidades legales; en el otro lo harán para caracterizar la descomposición del operar policial en su conjunto.
De tales reconstrucciones surgirá un mapa de problemas que habrá de traducirse en recomendaciones de reforma policial. La Corte se ha sumado a la larga tradición internacional de comisiones investigadores de escándalos policiales. Bienvenido el hecho y todo el apoyo y respaldo a la investigación.
Presidente del Instituto para la Seguridad y la Democracia, AC