Aunque el gobierno federal se empeña en convencer a la opinión pública de que está comprometido con “el imperio de la ley”, el más reciente informe de Amnistía Internacional (AI) advierte lo contrario: que, en materia de derechos humanos, la administración calderonista no ha mostrado tal compromiso y que actúa con incongruencia al pretender dar lecciones, en el exterior, de un respeto a las garantías individuales que en México no se practica. El documento coloca al de nuestro país entre los gobiernos que deben pedir perdón por sus fracasos en el ámbito de los derechos humanos y establece que en el curso del año pasado persistieron en el territorio nacional la tortura, las restricciones a la libertad de expresión y la realización de juicios penales sin las garantías procesales necesarias; destaca el “abismo” “entre las promesas y la realidad” y advierte, asimismo, la persistencia de la impunidad por los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, Chihuahua, y por las atrocidades represivas perpetradas por fuerzas policiales estatales y municipales ante los conflictos de San Salvador Atenco, estado de México, y Oaxaca, y señala que los gobiernos de esas tres entidades “deben una disculpa y están en deuda con su ciudadanía”.
La situación de catástrofe por la falta de observancia gubernamental a los derechos básicos tiene múltiples expresiones, y una de las más agudas es la alarmante pérdida de credibilidad y de autoridad moral experimentada por la actual presidencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), la cual parece más dedicada a defenderse de señalamientos críticos que a procurar la vigencia de las garantías individuales. El comportamiento errático y obsecuente de esa institución ha quedado de manifiesto, en particular, frente a los atropellos cometidos en Atenco y Oaxaca, y en la escandalosa colaboración del titular de la CNDH, José Luis Soberanes, en la construcción de una verdad oficial exculpatoria en el caso de Ernestina Ascensión Rosario, anciana indígena a la que, de acuerdo con los informes iniciales, violaron y asesinaron soldados en activo, por más que la causa de su muerte haya sido descrita por Felipe Calderón como “gastritis no atendida” y como “anemia aguda” por Soberanes.
A los señalamientos desfavorables a la CNDH formulados por organismos humanitarios nacionales se agregó, en febrero pasado, un documento de Human Rights Watch (HRW) titulado La CNDH de México: una evaluación crítica. Tal reporte fue respaldado por Amerigo Incalcaterra, hasta hace poco representante en nuestro país del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), lo que suscitó la animadversión de Soberanes. Con ese telón de fondo, el funcionario internacional fue removido de México, y a falta de una explicación clara por parte de la dependencia de la ONU, proliferaron los señalamientos –verosímiles, por lo demás– de que la remoción respondía a presiones del gobierno mexicano. Sin embargo, no satisfecho con la salida de Incalcaterra, Soberanes ha porfiado en involucrarse en una agria polémica con el ACNUDH.
La autoridad moral y la credibilidad son instrumentos principales para cualquier organismo –gubernamental o no– de promoción y defensa de los derechos humanos. En el caso de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, tales atributos han sido severamente lesionados por su titular, el cual parece cada vez más proclive al denuesto y al exceso verbal, y no precisamente contra quienes violan las garantías individuales, sino contra quienes critican el deplorable desempeño de la institucionalidad nacional –la CNDH incluida– ante tales violaciones. Y es que, en un contexto caracterizado por el incremento de la inseguridad, de la impunidad y de los atropellos oficiales contra la ciudadanía, esa instancia no ha logrado escapar a la descomposición, el deterioro y la pérdida de autoridad moral que afectan a los principales organismos del Estado: la Presidencia, la Suprema Corte de Justicia, el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, entre otros; y no debe omitirse que, en todos los casos, el alarmante deterioro ha sido inducido desde el interior de tales instituciones, e incluso desde sus posiciones de máxima responsabilidad.