Ayer, unas horas antes de que arrancara el encuentro espectacular del Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP), en el que participaron los titulares de los tres poderes de la Unión, además de los gobernadores de todas las entidades federativas y del Distrito Federal, un juzgado de Texcoco emitía sentencias de más de tres décadas a los 10 simpatizantes e integrantes del Frente del Pueblo en Defensa de la Tierra de San Salvador Atenco que permanecen en prisión. A Ignacio del Valle, dirigente de esa organización, quien se encuentra recluido en el penal de alta seguridad del Altiplano, se le condenó a 45 años de cárcel por los delitos de secuestro y ataques a las vías de comunicación, pena que se suma a los 67 años de prisión que le fueron ya impuestos por “secuestro equiparado”, con base en la retención de funcionarios efectuada en el marco de las movilizaciones populares atenquenses.
Los fallos judiciales muestran, por principio de cuentas, la subordinación del Poder Judicial al Ejecutivo y a sus designios de criminalizar la protesta, la disidencia y la oposición. Aunque los métodos de lucha del movimiento atenquense puedan resultar cuestionables, y por injustificables que hayan sido las agresiones que sufrieron agentes de los cuerpos de seguridad en el marco de las confrontaciones de 2006 en Texcoco y en San Salvador Atenco, Del Valle y sus compañeros no son secuestradores, ni merecen que se les trate como tales. Para colmo, los fallos señalados se emiten en un momento en que la opinión pública nacional se encuentra harta del incremento de los plagios y de la ineptitud de las autoridades para combatir a las bandas que los perpetran, lo que constituye una homologación inaceptable de un movimiento de protesta –originado, hay que recordarlo, por la torpeza y la insensibilidad del gobierno anterior, que pretendía arrebatar sus tierras a los labriegos atenquenses para construir un aeropuerto– con la delincuencia organizada.
Adicionalmente, la desproporción de las sentencias contra los luchadores sociales de Atenco deja ver un encarnizamiento judicial y una saña con tintes de escarmiento autoritario que contrastan con la vergonzosa impunidad de que disfrutan los responsables políticos, intelectuales y materiales de los graves atropellos sufridos por centenares de personas, vinculadas o no con el movimiento atenquense, en el curso de la represión desatada en mayo de 2006: un homicidio no aclarado, agresiones sexuales, golpizas, allanamientos sin orden judicial, deportaciones, humillaciones y maltratos, documentados por organismos defensores de los derechos humanos. Hasta ahora, las instancias de procuración e impartición de justicia no han sancionado a nadie por esos actos de barbarie, perpetrados por efectivos municipales, estatales y federales, y no se llevó a cabo un deslinde de las responsabilidades en que pudieron incurrir funcionarios como Enrique Peña Nieto, gobernador del estado de México; Wilfrido Robledo, entonces titular de la Agencia de Seguridad Estatal de esa entidad, o Eduardo Medina Mora, a la sazón secretario federal de Seguridad Pública.
Adicionalmente, la desproporción de las sentencias contra los luchadores sociales de Atenco deja ver un encarnizamiento judicial y una saña con tintes de escarmiento autoritario que contrastan con la vergonzosa impunidad de que disfrutan los responsables políticos, intelectuales y materiales de los graves atropellos sufridos por centenares de personas, vinculadas o no con el movimiento atenquense, en el curso de la represión desatada en mayo de 2006: un homicidio no aclarado, agresiones sexuales, golpizas, allanamientos sin orden judicial, deportaciones, humillaciones y maltratos, documentados por organismos defensores de los derechos humanos. Hasta ahora, las instancias de procuración e impartición de justicia no han sancionado a nadie por esos actos de barbarie, perpetrados por efectivos municipales, estatales y federales, y no se llevó a cabo un deslinde de las responsabilidades en que pudieron incurrir funcionarios como Enrique Peña Nieto, gobernador del estado de México; Wilfrido Robledo, entonces titular de la Agencia de Seguridad Estatal de esa entidad, o Eduardo Medina Mora, a la sazón secretario federal de Seguridad Pública.
El abismo entre el país oficial y el México real se evidencia por el hecho de que, mientras los atenquenses rebeldes recibían sentencias a todas luces injustas, que los sitúan sin ambigüedad en la categoría de presos políticos, algunos de los servidores públicos mencionados se aprestaban a participar en el cónclave de seguridad pública convocado por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa. Con ello se pone en evidencia la doble moral con la que actúa el grupo gobernante en su idea de la legalidad y del estado de derecho. A lo que puede verse, las cabezas de las instituciones siguen sin enterarse de que las violaciones a los derechos humanos, la impunidad de los servidores públicos que cometen atropellos contra los ciudadanos y la criminalización de la protesta social son también factores que degradan la seguridad ciudadana; sin embargo, sobre ellos no se dijo una palabra en el encuentro de Palacio Nacional. Por cierto, en el Acuerdo Nacional para la Seguridad, la Justicia y la Legalidad tampoco se menciona ese tema, ni se hace referencia a las causas profundas de la criminalidad. Hay razones, en consecuencia, para el escepticismo en torno a la eficacia de la reunión y los resultados de las acciones –meramente policiales, en su mayoría– acordadas en ella.