Tanalís Padilla*
A
cuatro meses y medio de los asesinatos de tres normalistas y la desaparición de sus 43 compañeros, los estudiantes de Ayotzinapa, los padres de familia y un importante sector de la comunidad nacional e internacional siguen el camino de lucha. Mientras el gobierno intenta dar por terminada la investigación y sus apologistas han querido culpar a los mismos alumnos por la violencia de la que fueron víctimas, las movilizaciones en torno a los desaparecidos expresan su indignación y buscan justicia.
Con el saldo de 100 mil muertos y 20 mil desaparecidos desde que el ex presidente Felipe Calderón declaró su guerra contra el narcotráfico, pareciera que nos hubiésemos acostumbrado (o peor aún, aceptado) al irrisorio nivel de violencia que esta iniciativa –continuada por el presidente Enrique Peña Nieto– ha engendrado. Por eso al gobierno se le hizo inicialmente fácil descalificar los ataques del 26 y 27 de septiembre como medio centenar de víctimas más. Ha intentado presentarlo como asunto meramente local, como riñas entre grupos delictivos, como un caso excepcional que nada tiene que ver con la injusticia estructural, como todo menos lo que es: un crimen de Estado.
Muchos se han preguntado por qué este caso y no los miles de anteriores fue capaz de despertar tal nivel de indignación. Aquí hay un factor imprescindible: la larga tradición de resistencia que posee la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. La reacción inmediata de los jóvenes agredidos fue denunciar. No obstante las amenazas y los ataques que los normalistas sufrieron la misma madrugada del 27 al reclamar las primeras agresiones, los Ayotzis siguieron levantando su voz de protesta.
Esta voluntad de resistir tiene larga trayectoria en las normales rurales en general y en la de Ayotzinapa en particular. La tradición de lucha es inmediatamente palpable para cualquiera que haya visitado la escuela. El ejemplo más visible son los murales: unos celebran a filósofos y revolucionarios como Marx, Lenin, Engels, el Che Guevara, Lucio Cabañas, Genaro Vázquez y el subcomandante Marcos; otros documentan luchas sociales y la represión con las que el Estado las ha recibido. Hay también murales que denuncian la devastación social que ha significado el modelo neoliberal, así como imágenes que captan la importancia de la escuela normal dentro del proyecto cardenista.
Los murales muestran que las nociones de justicia que posee la cultura estudiantil de la normal de Ayotzinapa tienen varios referentes: el materialismo histórico, la Revolución mexicana, el cardenismo, la lucha guerrillera de los 70 y la rebelión indígena de los 90 y principios del siglo XXI. Los referentes cambian, se entremezclan y son renovados. Su heterogeneidad no representa una falta de consistencia ideológica, sino una constante búsqueda de alternativas a un modelo económico que quiere imponer la aceptación de la injusticia como algo natural, inevitable o, más aún, la culpa de los que más la padecen.
Hay
diferencias fundamentales de la escuela que educa para la esclavitud y la servidumbre y la escuela que educa para la democracia, escribió José Santos Valdés, pedagogo, director de varias normales rurales e inspector de enseñanza normal. El profesor Santos Valdés abogó siempre por una escuela y un código de disciplina basado en la activa participación de los alumnos, a la que también se sometieran maestros y directores. Dentro de la misma SEP, se le dijo al profesor que eso era comunismo. “Claro está –respondió– es una forma de comunismo que los alumnos, que son la inferioridad, pidan estar al tanto de las cuentas y los gastos que con dinero que es para ellos realiza la dirección, o sea, la superioridad” (José Santos Valdés, Obras completas, tomo I, Federación Editorial Mexicana, 1982, pp. 101 y 112).
Basadas en la idea de que las normales rurales educaban para la democracia, desde la década de los 30 se dieron en ellas importantes tendencias hacia el autogobierno y fue adoptado el código disciplinario diseñado por Santos Valdés. De allí el papel tan importante que tienen sus alumnos, uno que incomoda a quienes ven a los normalistas rurales como la inferioridad. Por eso hay tantas calumnias en su contra. Cada vez que exigen un derecho o denuncian un asedio, no falta el torrente de voces que busca resaltar los pecados de los normalistas: ¿para qué andan secuestrando camiones?, ¿cómo se atreven a bloquear carreteras?, ¿para qué hacen pintas?, ¿por qué esa insistencia de perturbar el orden?, ¿para qué esas organizaciones anacrónicas, como la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM)?
Tales planteamientos tienen detrás no sólo la implicación de que los pobres deben quedarse calladitos y contentos con las migajas que les toquen, sino que demuestran ignorancia de cómo, históricamente, se han alcanzado los más elementales derechos. Las reformas sociales no han sido producto de una ilustrada clase política, sino de la lucha popular que la obliga a implementarlas. Si hay educación pública, si hay libertad de expresión, si hay derechos laborales, si hay rasgos democráticos, los hay gracias a una insistente movilización de los inconformes.
Dentro de las normales rurales esta inconformidad ha sido coordinada y canalizada por la FECSM. Creada en 1935, desde sus inicios esta organización ha insistido que el sector estudiantil de origen más pobre merece más que migajas. A diferencia de otras organizaciones surgidas en la década de los 30, la FECSM no pudo ser cooptada por el Estado. En vez de buscar el apoyo de la SEP, se concentró en concientizar a cada generación de normalistas. Para ello formó en las normales rurales un Club de Orientación Política e Ideológica (COPI). Fueron en discusiones dirigidas por el COPI donde muchos jóvenes tomaron conciencia de su derecho a la educación, de que la pobreza no era obra de Dios, sino de la explotación de sus padres y de que si las conquistas sociales no se defendían, se perderían.
Características como éstas son las que han hecho posible la sobrevivencia del normalismo rural a pesar del abandono y las agresiones que ha sufrido. En sus escuelas se han cultivado almas que se rehúsan a la sumisión, que señalan el camino de lucha cuando la abnegación sería más fácil, que manifiestan su indignación y claman justicia. Con esta insistencia ahora han prendido una mecha que desde Guerrero ha llegado al resto del mundo.
* Profesora de historia en Dartmouth College. Autora del libro Rural Resistance in the Land of Zapata: The Jaramillista Movement and the Myth of the Pax-priista, 1940-1962 (Duke University Press, 2008).