Hoy hace 39 años un régimen autoritario, antidemocrático y empeñado en la perpetuación de sí mismo cometió una masacre que marcó la historia y la memoria del país. El movimiento estudiantil democrático que floreció en el verano de 1968, en demanda de apertura, fue ahogado por una cruenta represión en la que el poder civil lanzó al Ejército a matar y perseguir a jóvenes y adultos que se manifestaban en forma pacífica.
La noche de Tlatelolco fue el comienzo de un ejercicio pervertido del poder público que desembocó en la creación de grupos paramilitares como los halcones –que entraron en acción el 10 de junio de 1971–, y la tristemente célebre Brigada Blanca –responsable de desapariciones y asesinatos–; en la sistematización del secuestro y la tortura, no sólo contra los integrantes de las organizaciones guerrilleras, sino también contra opositores políticos y sociales; en la penalización de la disidencia y la fabricación de delitos contra los disidentes, e incluso en la realización de vuelos de la muerte en los que se arrojó al mar a algunos de los desaparecidos.
Hasta la fecha, los crímenes cometidos desde el poder durante la represión diazordacista, y luego en el contexto de la guerra sucia desatada por las presidencias de Luis Echeverría y José López Portillo, permanecen impunes. Ese solo dato indica que, más allá de las enormes transformaciones políticas, económicas y sociales experimentadas por México en las cuatro décadas transcurridas desde la masacre de Tlatelolco, se ha mantenido vigente durante los sexenios un pacto de encubrimiento y de complicidad con los represores de los años 60 y 70 del siglo pasado. En consecuencia, la conmemoración del 2 de octubre no es únicamente un homenaje a la memoria de las víctimas de aquella fecha y los años siguientes, sino expresa también un reclamo de justicia que no ha sido satisfecho y sigue siendo, por ello, plenamente vigente.
Hay una razón más, y muchísimo más infortunada, que da actualidad al recordatorio: la persistencia exasperante de excesos represivos y de violaciones a los derechos humanos por las instancias gubernamentales. Esas lacras que habrían debido quedar en el pasado han seguido presentes tras la alternancia partidista de 2000, y de ellas dan cuenta las torturas sufridas por militantes altermundistas en mayo de 2004 en Guadalajara, cuando gobernaba Jalisco el actual secretario de Gobernación, Francisco Ramírez Acuña.
Además, la violenta represión desatada contra los habitantes de San Salvador Atenco tras los enfrentamientos en Texcoco, en mayo del año pasado, que dejó saldo de un muerto y se tradujo en la violación de varias detenidas por elementos policiales del estado de México y la Policía Federal Preventiva; los asesinatos de disidentes en el contexto de la insurgencia civil oaxaqueña; nuevos casos de agresiones sexuales y torturas a detenidos y la evidente fabricación de delitos, ya en el curso del gobierno calderonista, contra dirigentes de la Asamblea Popular de Pueblos de Oaxaca (APPO).
A los excesos y desmanes represivos y a la creciente criminalización de los movimientos sociales han de agregarse el patrón de violaciones a los derechos humanos que han dejado en diversas regiones del país los operativos policiaco-militares contra el narcotráfico, las incongruencias oficiales con que se ha pretendido explicar la muerte de la anciana Ernestina Ascensión Rosario en una localidad de la Sierra de Zongolica, Veracruz; las desapariciones de dos integrantes del Ejército Popular Revolucionario (EPR) y de un activista social michoacano, y lo que se muestra como una renovada voluntad de garantizar la impunidad de los culpables por los atropellos a los derechos fundamentales y a las garantías individuales.
En este contexto resultaba ineludible la formación, por segunda vez en el país, del Frente Nacional Contra la Represión (FNCR), anunciada anteayer por la senadora Rosario Ibarra de Piedra, defensora de los derechos humanos desde los tiempos echeverristas, con el propósito de impedir “otro baño de sangre desde los aparatos represivos del Estado”.
A la luz de las tendencias represivas en el actual gobierno, la integración de ese organismo es claramente necesaria, pero no deja de resultar desolador y vergonzoso que deba lucharse, a esas alturas, contra prácticas criminales del poder público que se niegan a desaparecer y ante las cuales toda presunción de modernidad, democracia y vigencia de la legalidad constituye un ejercicio de ficción y de frivolidad. El 2 de octubre no puede olvidarse.