Durante los siete años de gobiernos federales emanados del Partido Acción Nacional (PAN) ha tenido lugar una intensa campaña de hostigamiento en contra de activistas de diversos movimientos sociales, como lo muestra el elevado número de personas –alrededor de 900, muchas de ellas indígenas– que han sido encarceladas por motivos políticos. Esta situación plantea la necesidad de reflexionar sobre la dinámica que han seguido las administraciones panistas al enfrentarse con expresiones legítimas de inconformidad social.
En el inicio de su sexenio, Vicente Fox afirmaba ser un decidido defensor de las garantías individuales en México y otros países. Sin embargo, el supuesto compromiso inicial del entonces presidente con la procuración de los derechos humanos contrasta claramente con las cuentas que entregó una vez que dejó el poder: en las postrimerías del foxismo autoridades estatales y federales recurrieron a la represión policial como una medida para sofocar los descontentos sociales en diversas zonas del país como Lázaro Cárdenas, en Michoacán; Texcoco-Atenco, en el estado de México, y Oaxaca.
Diversas organizaciones como Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la Comisión Civil Internacional de Observación de los Derechos Humanos, pusieron bajo la óptica de la comunidad internacional los casos de graves atropellos a las garantías individuales cometidos por las autoridades mexicanas en el contexto de tales conflictos.
Lejos de aclarar y reparar el daño producido por los abusos de su antecesor, el gobierno de Felipe Calderón se ha distinguido por preservar la impunidad para los culpables de los episodios de represión mencionados, así como por incurrir en otros graves atropellos a las garantías individuales, como las detenciones de los líderes sociales oaxaqueños y su internamiento inexplicable e injustificable en prisiones de alta seguridad. Para colmo, el calderonismo ha continuado acciones como el empleo de las fuerzas armadas en el combate a la delincuencia y la criminalización de la protesta social, que históricamente tienden a desembocar en episodios de represión masiva y de atropello de los derechos políticos.
Estas conductas gubernamentales, en conjunción con el creciente número de presos por motivos políticos, ponen en evidencia la severa crisis que enfrenta el Estado respecto de su papel como mediador en los conflictos sociales y como interlocutor de los grupos que los protagonizan: éstos, al no encontrar canales de solución adecuados para sus demandas –muchas de las cuales son, a su vez, consecuencia de los desaciertos del gobierno–, tienden a radicalizar sus luchas, y encuentran como respuesta la represión de las autoridades.
Por lo demás, la criminalización de las manifestaciones de descontento social no se limita al ejercicio de la fuerza represora del Estado en contra de los inconformes, sino que se apuntala, además, con triquiñuelas jurídicas como la invención de cargos y la lectura facciosa de las leyes en perjuicio de los acusados. Como ejemplo ha de referirse la sentencia dictada en mayo pasado en contra de dirigentes del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, condenados a 67 años de prisión, lo que constituye una virtual cadena perpetua. No deja de ser sorprendente e inaceptable que la pena que purgarán estos activistas campesinos es por demás desmesurada en comparación con los castigos que reciben los culpables de crímenes como el secuestro o el narcotráfico.
El empleo excesivo de la fuerza pública para acallar las manifestaciones de descontento es una práctica recurrente de los regímenes autoritarios. En un contexto democrático, sin embargo, tales acciones no pueden tener cabida. El gobierno federal debe entender que la solución a los conflictos sociales se alcanza mediante el diálogo y el reconocimiento de todas las partes; la represión y el encarcelamiento de los inconformes, en cambio, propicia que la descomposición social avance y que el daño alcance niveles que pudieran ser irreversibles.