H
an pasado seis meses desde que policías municipales de Iguala, con la posible colaboración de agentes federales y militares (la posibilidad no puede descartarse en tanto el gobierno siga negándose a investigarla) y de individuos de la criminalidad no uniformada dipararon sus armas contra un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en una acción que dejó tres normalistas asesinados, más otras tres personas, dos heridos de suma gravedad y 43 desaparecidos. 180 días de duelo, indignación, angustia y exasperación ante un agravio que sigue perpetrándose, profundizándose y ramificándose cada una de las 4 mil 344 horas, cada uno de los 260 mil 640 minutos transcurridos desde entonces.
El régimen que encabeza Peña Nieto recibe con alivio el paso del tiempo porque piensa que con él se aleja el atropello de la memoria, se desdibujan los rostros de las víctimas, se sedimenta la cólera, se resignan los familiares y condiscípulos de los agredidos y se desalientan los sectores sociales que los han acompañado en su lucha. En realidad, el transcurso de los meses, las semanas, los días, las horas y los minutos aproxima a los gobernantes al fondo de su callejón sin salida, porque a cada instante le va resultando más difícil remediar la indiferencia y la complicidad tácita con que ha venido actuando, y menos viable desmontar la montaña de mentiras que han proferido desde el 26 de septiembre de 2014, desde aquella de que la atrocidad era un
asunto localde Guerrero (Peña) hasta la más reciente: que el atropello no constituye un crimen de lesa humanidad, pasando por la narración de la pira funeraria que produjo Jesús Murillo Karam como procurador federal.
Días tras día, desde entonces, se evidencia el desprecio de los poderosos por la vida humana (sobre todo cuando se trata de las vidas de gente pobre y anónima), su mendacidad, su vocación de encubrimiento, su frivolidad casi infinita y su desdén por las leyes y la Constitución, salvo cuando se trata de adulterar el marco legal para facilitar negocios propios y ajenos a costa del bien común y de las propiedades nacionales. La violencia se profundiza y extiende, la crisis económica se acentúa y se multiplican las huellas de las transacciones impresentables perpetradas por los más altos funcionarios del régimen, mientras sus voceros oficiales y oficiosos comparecen en foros blindados para asegurar que la delincuencia disminuye, que la economía crece y que ahora sí, por fin, se combatirá la corrupción.
El crimen de Iguala es para el régimen un golpe profundo y de efectos permanentes, por más que las movilizaciones de protesta hayan adquirido un ritmo pausado. A ese le siguieron dos más, igualmente demoledores: la revelación de las propiedades inmobiliarias de Peña y su esposa, y del secretario de Hacienda, Luis Videgaray. En ninguno de los tres casos el régimen y su aparato propagandístico han podido demostrar que las residencias de lujo hayan sido adquiridas sin conflicto de intereses de por medio, y en los tres las explicaciones ofrecidas, por insuficientes y omisas, han alborotado las suspicacias. El guión de las reacciones peñistas ante los sucesos de Guerrero se repite, en el escándalo de corrupción, paso por paso: del desconcierto a la altanería despótica, de la insensibilidad a la insolencia, del descontrol al cinismo como única actitud de control de daños. La designación de Virgilio Andrade como titular de la Secretaría de la Función Pública y la pantomima de resurrección de esa dependencia fueron a las casas de Las Lomas, Ixtapan de la Sal y Malinalco lo que la quemazón de Murillo Karam a Ayotzinapa: una tapadera inverosímil y mal construida para ocultar cosas que la sociedad ignora y que no resiste la prueba del análisis.
Luego vinieron las designaciones de Arely Gómez en la Procuraduría General de la República, en remplazo del quemado Murillo (directa), y de Eduardo Medina Mora como magistrado de la Suprema Corte de Justicia (con escala formal en el Senado). En el plazo inmediato, esos movimientos de personal blindan al régimen, lo fortalecen y aseguran su impunidad, pero hacen evidente el entramado de sumisiones y codependencias entre algunos de los poderes reales de la Unión –el televisivo, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, en ese orden– y derriban, en consecuencia, la credibilidad de la fachada democrática tras la que se esconde un régimen autoritario que actúa a contrapelo de la legalidad, de los derechos humanos y sociales y de los intereses nacionales.
Los episodios críticos no se suceden: se acumulan y se concatenan. El agraviante desfiguro de Murillo Karam fue un intento de control de daños por el crimen de Iguala, y la esperpéntica designación de Andrade como investigador de su jefe y benefactor fue una reacción tardía y contraproducente a las revelaciones de las propiedades inmobiliarias sospechosas. Ante lo contraproducente del episodio, el régimen urdió el despido de Carmen Aristegui de MVS y pretendió justificarlo con pretextos pueriles para ocultar lo inocultable: que se trató de una venganza y de una advertencia para comunicadores insumisos y críticos.
Es cierto que, técnicamente hablando, la Presidencia no interviene en la asignación de contratos de obra pública (como los que han beneficiado a Grupo Higa, proveedor de tres de las cuatro residencias bajo sospecha) ni en las decisiones empresariales de los consorcios de telecomunicaciones. Pero en el curso de la actual administración el país asiste al ejercicio de plena recuperación de un Ejecutivo que ha estado dotado desde siempre de un montón de facultades metaconstitucionales, como se decía antes, y tales facultades pasan por inclinar las decisiones de los comités técnicos que oficialmente fallan en favor o en contra de un contratista determinado en los concursos, intervenir o influir en organismos formalmente autónomos, impulsar o vetar candidaturas (del PRI y de los otros partidos del régimen), y favorecer o perjudicar a empresas concesionarias, como hizo abiertamente Calderón en perjuicio de la misma MVS al quitarle (
rescatar, se dijo) la banda de 2.5 Ghz, y como volvió a hacerlo dos años más tarde, en sentido contrario, Peña, al restituirle una parte de lo despojado. Echeverría no necesitó ser cooperativista de Excélsior para orquestar el golpe en contra de la dirección de Julio Scherer. Y la gente lo sabe.
El régimen no va a rectificar su rumbo, entre otras cosas, porque está atrapado en la paradoja del pánico a exhibir la debilidad propia, lo que lo lleva a emprender actos de poder absurdos que lo exhiben como trágicamente débil. Tampoco va a recomponerse, porque en los 27 meses transcurridos desde que Peña fue declarado presidente ha perpetrado agravios imborrables –y no pocos de ellos irreversibles, por desgracia– contra el país y su población. En el último tramo de ese periodo, desde el crimen de Iguala hasta la fecha, perdió la iniciativa, perdió el contacto que hubiera podido tener con el resto de la sociedad y ha perdido la confianza de buena parte de los capitales trasnacionales y nacionales a los cuales se debe. Aun así, es necesario seguirle exigiendo que cumpla con la obligación de esclarecer el paradero de los 43 muchachos que hace seis meses fueron víctimas de desaparición forzada en Iguala, que procure justicia contra los verdaderos responsables y corresponsables de ese crimen, y que pida perdón por los atropellos, las agresiones, las burlas, las mentiras, las irregularidades y las frivolidades en que ha incurrido, semana tras semana, día tras día, hora tras hora, desde entonces.
Twitter: @Navegaciones