A
yer ocurrió un enfrentamiento, con saldo de cuatro heridos, entre elementos de la Policía Federal y padres y compañeros de los estudian- tes agredidos y desaparecidos el 26 de septiembre, en Iguala. Los segundos intentaron ingresar a la sede del 27 Batallón de Infantería ubicado en esa ciudad guerrerense para buscar allí a sus hijos y condiscípulos, o cuando menos pistas que les permitieran dar con su paradero. Al mismo tiempo, en esta capital, un grupo de manifestantes realizó un plantón afuera del cuartel de Guardias Presidenciales situado en la calzada de Tlalpan, en el Distrito Federal, con la demanda de presentación de los desaparecidos y el esclarecimiento del posible papel de las fuerzas castrenses en la agresión a los normalistas.
Ambos episodios son reflejo de la creciente tensión entre sectores civiles y las fuerzas armadas que tiene una razón muy puntual: las deficiencias en procuración y comunicación en que han incurrido las autoridades civiles desde el mismo día de los hechos. Cuando el procurador general de Justicia, Jesús Murillo Karam, fue interpelado sobre el papel de los militares en el caso de Ayotzinapa –específicamente cuando se le preguntó si se ha investigado en los cuarteles del Ejército–, respondió literalmente:
La Sedena es la más preocupada buscándolos, así que sería un absurdo que si los tuviera ahí, los buscara; es un absurdo completamente. Así, de modo injustificado y arbitrario, eliminó una línea de investigación necesaria y pertinente para esclarecer lo ocurrido y colocó a las instancias militares en la mira de los padres que buscan a sus hijos, pues en vez de descartar la sospecha en torno de ellas, la fortaleció, y lejos de contribuir a restañar la armonía entre civiles y militares, alimentó un ambiente de tensión entre ambos sectores.
En el actual entorno de deterioro de la credibilidad, la negativa apriorística de investigar a un actor institucional, cualquiera que éste sea, se convierte automáticamente, a ojos de la sociedad, en un indicio de culpabilidad. A ello han de agregarse los datos aportados por la propia autoridad –además de los recabados por informadores, académicos y organizaciones sociales–, según los cuales los militares destacados en Iguala estuvieron enterados de la agresión contra los estudiantes y, para bien o para mal, participaron en el episodio, aunque no esté claro de qué forma precisa. Y no lo está porque la autoridad se ha empecinado en presentar un relato oficial que enturbia, minimiza u omite tal participación, en buscar cuerpos y no personas vivas y en ofrecer una numeralia de presuntos culpables que, por sí misma, no aclara nada. Con estas lagunas, omisiones, inconsistencias e inverosimilitudes en la narración gubernamental, es inevitable que los parientes y compañeros de las víctimas, además de los sectores sociales que se han movilizado en solidaridad con ellas, dirijan sus sospechas hacia los uniformados.
Es urgente restablecer la confianza hacia las fuerzas armadas y la armonía entre éstas y todos los sectores de la población civil. El primer paso para ello es el esclarecimiento pleno de la participación de efectivos militares en casos como el de Tlatlaya e Iguala, y la procuración e impartición de justicia en forma transparente y sujeta a derecho.
Desde luego, resulta indispensable que la autoridad presente a la brevedad un informe puntual, completo, consistente y creíble de lo que ocurrió en la ciudad guerrerense la noche del 26 de septiembre del año pasado y establezca, más allá de toda duda, el paradero de los normalistas desaparecidos.