C
on movilizaciones de distinta magnitud en diversas ciudades de México y del mundo, ayer se conmemoraron cuatro meses desde que, de acuerdo con la versión oficial, policías municipales coludidos con una organización delictiva agredieron a tiros, en Iguala, a estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos, de Ayotzinapa, con un saldo de seis muertos –tres de ellos, alumnos– y 43 normalistas desaparecidos.
Semejante agresión, cuya responsabilidad intelectual es atribuida por el gobierno federal al ex presidente municipal de Iguala José Luis Abarca, y a su esposa, María de los Ángeles Pineda, debió ser suficiente, por sí misma, para hacer ver al país la imperiosa necesidad de emprender una renovación de fondo, cambiar de rumbo en los órdenes político y social, así como en los ámbitos de la procuración de justicia y seguridad pública, además, por supuesto, de llevar a cabo el esclarecimiento inmediato, convincente y consistente de lo ocurrido.
Sin embargo, en el tiempo transcurrido, al agravio inicial se ha sumado una actitud oficial omisa, errática e incluso arrogante que ha exponenciado la cólera social y reducido en forma alarmante los márgenes de acción del propio gobierno.
Si en los primeros días después de los hechos la Federación se empeñó en reducir la tragedia a un
asunto local, en fechas posteriores, cuando la responsabilidad nacional resultó ineludible, la Procuraduría General de la República (PGR), encargada oficial de investigar el episodio, no sólo no ha sido capaz de presentar una explicación verosímil y sólida de lo ocurrido, sino que ha venido administrando la información correspondiente por medio de versiones y filtraciones de prensa que, lejos de aclarar lo sucedido, enturbian la percepción social de los hechos y contribuyen a alimentar la extendida sospecha –acertada o no– de que la autoridad oculta y encubre.
Por lo demás, las acciones gubernamentales presentadas como respuesta a los hechos del 26 de septiembre se han diluido sin consecuencias y las declaraciones oficiales de consternación por lo ocurrido y de compromiso por dilucidar el destino de los 43 desaparecidos no resultan creíbles para la parte agraviada –representada por los padres y los condiscípulos de los muertos y los desaparecidos– ni, por ende, para los sectores sociales que se han solidarizado con ella.
Cada día que pasa sin que el gobierno federal adopte una nueva actitud ante lo ocurrido en Iguala socava la credibilidad de las instituciones y de la clase política, erosiona las perspectivas de gobernabilidad en el país y aísla del ámbito internacional a la actual administración.
Es urgente, por ello, que el poder público ofrezca pruebas inequívocas de una voluntad de corrección y enmienda, y dé respuesta cabal a los numerosos cuestionamientos a los que ha sido sometido su desempeño en el contexto de la crisis actual.