Pedro Miguel
U
na vez destruida toda verosimilitud de la
verdad históricay puesta en evidencia la determinación del gobierno federal de urdir una mentira histórica para encubrir algo aún más truculento y sórdido que esa fábula, la Procuraduría General de la República (PGR) se concentra ahora en fabricar una incertidumbre definitiva sobre el destino de los 43 muchachos normalistas que fueron desaparecidos en Iguala el 26 de septiembre de 2014 por fuerzas del Estado. La construcción de la incertidumbre como lápida final para un crimen incómodo es un conocido recurso de autoexculpación del poder político. Claro que en términos de imagen lo más conveniente es ofrecer una explicación plausible que desvíe la atención de los culpables reales y la haga recaer en culpables inventados o que la constriña a unos autores o cómplices materiales de poca monta. Pero si eso no es posible, más vale pasar por ineptos que por criminales. ¿Quiénes ordenaron los asesinatos de los Kennedy? ¿El de Olof Palme? ¿El de Colosio? Misterio. Las pesquisas iniciales de esos delitos fueron inmundas, más pensadas para oscurecer que para aclarar; se dejó pasar el tiempo, se destruyeron pruebas, se ocultaron testimonios y se fabricaron otros, se sembraron pistas falsas, el enredo acabó por ser inexpugnable y los asesinos quedaron a salvo de la justicia.
“Si la sociedad no acepta nuestra versión de lo ocurrido en Iguala –parecen calcular ahora los operadores del peñato–, al menos que no quede al descubierto nuestra determinación de construir un desenlace imaginario; si instancias internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), los Expertos Argentinos en Antropología Forense (EAAF) y el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) insisten en descubrir incoherencias, falsedades y deficiencias, arrojemos lodo sobre ellas, vía interpósitas personas (o muchedumbres virtuales de peñabots) para restar credibilidad a sus señalamientos. Negociemos: tú no aceptas nuestra ‘verdad histórica’ y nosotros no reconoceremos nunca que mentimos en forma deliberada, así que convengamos un descuento de 50 por ciento y dejémoslo en incertidumbre histórica”.
Aunque, en realidad, no hay negociación alguna, sino un puñetazo sobre la mesa. No fue otra cosa la patética presentación ante medios del subprocurador Éber Omar Betanzos y su especialista Ricardo Damián Torres –lectura de un boletín sin espacio para preguntas– a fin de poner sobre la mesa, de manera sesgadísima, algo del no concluyente ni concluido peritaje del Grupo Colegiado de Expertos en Fuego. Ese acto unilateral violentó los acuerdos básicos de trabajo que habían sido adoptados por la PGR y el GIEI, los compromisos con los padres de los 43 muchachos, las reglas que se había fijado para el desempeño del equipo de especialistas en fuego, la verdad y la decencia.
El hecho de que algunos restos humanos fueron incinerados en Cocula se sabe desde hace mucho, como se sabe, también, que no pertenecían a ninguno de los normalistas. Ello exhibe la pavorosa ruptura del estado de derecho en tiempos del calderonato y del peñato, pero no fortalece de manera alguna la historia de Jesús Murillo Karam. En suma, el espectáculo encabezado por Betanzos fue diseñado para hacer creer que la
verdad históricatiene algún porcentaje de certeza y que el GIEI mintió, a fin de justificar la decisión gubernamental de poner fin a la misión del grupo en el territorio nacional.
Se trata, pues, de un episodio más en el desempeño del gobierno federal caracterizado por la indolencia, el descuido y el desaseo, las omisiones, la obtención de confesiones bajo tortura, el ocultamiento de pruebas, la opacidad, la criminalización de las víctimas, la distorsión sistemática de los resultados científicos, las campañas sucias y a trasmano contra los expertos independientes, el incumplimiento de acuerdos y de reglas previamente establecidas. Urgía echarle al crimen una capa más de inconsistencias y contradicciones para diluir las certezas –las únicas posibles: que la PGR sigue ocultando la verdad– y extender la impresión de que es imposible saber qué ocurrió aquella noche. Para decirlo rápido y a falta de mejor adjetivo, fue un acto procuraduriento a más no poder.
Han transcurrido 18 meses y medio desde la agresión contra los muchachos normalistas y el régimen sigue negándose a revelar la verdad de lo sucedido. Si no se ejerce ahora una presión social decisiva que reivindique la lucha incansable de los padres de los 43 y el valioso trabajo del GIEI y de los EAAF, el peñato se saldrá con la suya y podrá imponer como solución final la incertidumbre histórica, la impunidad y el encubrimiento.
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