(Esta crónica fue escrita –y vivida- con el periodista JOHN GIBLER)
- Este chofer es muy bueno, dice el papá mientras busca con su mano algo de vida en el hombro inmóvil de su hijo.
Van ocho personas en total en la combi. El conductor y una reportera adelante, un par de periodistas pálidos atrás y dos hombres más que sostienen el delgado cuerpo acostado en el banco detrás del conductor, cuidando que la cabeza, ya cubierta con vendas hinchadas de sangre, no choque contra uno de los oxidados costados del ruidoso vehículo.
El papá tiene toda la razón: el conductor es muy bueno. La combi viaja a una velocidad imposible por la carretera Texcoco-México a las 5 de la tarde. Con una destreza igual de imposible, el papá también domina la situación. No grita, no llora, no se pierde en la desesperación ni el dolor que ya lo ataca implacablemente.
Parece que no se da cuenta, pero cada cinco o seis segundos su rostro contracta y su cabeza se inclina violentamente a la izquierda. Su cuerpo ya muestra el brutal golpe que es haber visto a su hijo desangrando durante las últimas once horas. Habla sin que su voz se quiebre, pero su cuerpo ya no aguanta.
- Solo espero que llegue al hospital vivo, que mi hijo aguante hasta el hospital. ¿Crees que pueda? ¿Crees que podemos llegar a tiempo?… ¡Es impresionante como maneja este señor! Solo que aguante hasta el hospital. ¿Cómo va, como lo ves? ¿Si va a aguantar? ¿Si llega?
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Otra vez Ignacio del Valle es el centro de atención de todo un país. Su piel terrosa, su estatura pequeña, su pelo cobrizo, sus ojos grandes, curiosos y negros pero sobre todo su machete campesino alzado son mirados con atención desde los helicópteros de la policía y de las televisoras nacionales que sobrevuelan desde hace rato esta casona cercada por centenares de policías.
Esta vez “Nacho” no está en San Salvador Atenco, el pueblo pobre, su pueblo, que tras levantarse en 2002, logró evitar la construcción de un moderno Aeropuerto Internacional pensado para los habitantes de la ciudad de México, y algunos empresarios cercanos al Presidente Vicente Fox.
Ahora, este modesto comunero convertido por un tiempo en icono moderno de la rebeldía mexicana, camina y camina en círculo ante 30 de sus más cercanos, quienes lo acompañan en esta casa convertida en bodega de gladiolas, rosas y tulipanes que intentaban vender en el mercado local 8 indígenas nahuas a los que Nacho vino a apoyar a Texcoco, ciudad considerada como la “Atenas” del antiguo imperio Azteca.
He podido traspasar el sitio implementado en contra de Nacho y los demás comuneros después de discutir con un mando de la policía. “Por eso luego se los chingan (a los periodistas) y ahí andan llorando en Derechos Humanos”, me ha dicho finalmente antes de dejarme pasar entre las firmes columnas a su mando.
Y adentro entre los sitiados he hallado tensión. Mucha tensión. “Hay que hacer allá lo que hay que hacer, acá nosotros vamos a cumplir”, le dice algo agitado Nacho por un estropeado teléfono celular a su hijo César, quien esta mañana del 3 de mayo de 2006 prepara ya un nuevo alzamiento en San Salvador Atenco, a 5 kilómetros de aquí.
“Quiero decirle, nomás por no dejar, que aquí nadie está seguro, güero. Ni los periodistas ni nadie. Desde hace mucho se quieren vengar de nosotros por lo del Aeropuerto y parece que hoy lo van a hacer”, me advierte el comunero una vez que ha terminado de hacer su llamada.
Yo nada más escucho y tomó notas.
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Suena el teléfono. La combi sigue su extraña y fluida trayectoria por el caos de una bulliciosa carretera.
- Contesta, me dice el papá.
La llamada es de la radio, de un noticiero en California. Quieren que les pase un reporte en vivo sobre lo que está sucediendo ese día, 4 de mayo, en San Salvador Atenco. Cubro el celular con mi mano y pregunto al papá si le molesta que hable para la radio en ingles.
- Habla, sí. Diles lo que estás viendo aquí - señala a su hijo, cuerpo delgado sin movimiento, brazos sin fuerza, cabeza llena de sangre- diles lo que has visto en Atenco, lo que hicieron los granaderos. Cuéntales para que sepan, para que se difunda todo eso. Solamente no menciones nuestros nombres por favor. Su mamá no sabe todavía.
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Pues así es. Centenares de habitantes de San Salvador Atenco han salido de sus casas para exigir que acabe el sitio policiaco a Ignacio del Valle y los demás allá en Texcoco. Lo primero que hacen es bloquear una carretera federal, después retienen algunos trailers y finalmente capturan a dos despistados policías de un municipio vecino.
De inmediato, Enrique Peña Nieto el joven gobernador del Estado de México da la orden de que la policía estatal “libere” la carretera. Seiscientos efectivos armados con toletes, escudos, bombas de gas lacrimógeno y algunas armas de fuego lo intentan durante 4 horas pero una y otra vez son repelidos por una muchedumbre furiosa.
Los helicópteros de las televisoras nacionales han dejado el sitio de Texcoco para ese entonces y sobrevuelan la carretera donde se desarrolla la batalla campal. Un locutor de Televisión Azteca opina, aconseja: “¡Es una vergüenza lo que estamos viendo en la televisión! Yo no sé qué espera el gobierno para dar una orden más fuerte, más eficaz, más precisa, para acabar con estos hombres…¡Qué vergüenza, qué vergüenza, qué vergonzoso para nuestros hijos!… Aquí están las imágenes para el señor Enrique Peña Nieto. ¡Señor, hay que poner mano dura!”
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Entro a la casa. Cuando lo veo por primera vez tirado en el piso de concreto, no puedo distinguir los rasgos de su rostro por las vendas y la sangre. Veo que es joven, delgado y lleva el cabello largo. Me parece conocido. “¿Quién es?”, pregunto al señor parado a su lado. “Es mi hijo”, responde.
Se hace un largo silencio en la habitación. Cae la realidad como una loza.
- Tenemos una combi, digo después. No dejaron que las ambulancias entraran al pueblo. Podemos llevarlo a un hospital ahora mismo en la combi.
- ¿Dónde está la combi? Tráela por favor.
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Televisión Azteca repitió doce veces durante una hora la imagen brutal de un policía que, tirado en el piso e inconsciente, recibía una miserable patada en sus testículos por parte de uno de los enardecidos pobladores de San Salvador Atenco .
“¡Esto no es posible!, ¡no debe ser permitido!, ¿Qué les pasa a estos señores…salvajes… de Atenco?”, cuestionaba consternado el locutor. Sin embargo, la televisora nacional apenas haría un comentario sobre Francisco Javier Cortés, el jovencito del pueblo que minutos antes de la golpiza brindada al policía, había sido ejecutado con un revólver calibre .38.
Francisco había sido enviado por su madre a recoger unos tamales de tripa de pollo ese día de la batalla en la carretera. El joven de 14 años de edad caminaba por el interior del pueblo, donde no había enfrentamientos. De repente se topó con un pequeño grupo de policías desesperados ante la derrota constante frente a los pobladores alzados.
Uno de los policías se acercó a él, y sin más, descargó su pistola contra él, señalaron tres testigos. El atacante del jovencito estaba a 70 centímetros, establece la contundente autopsia practicada, la cual no mereció nunca una sola mención en la televisora nacional.
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“Era una tensión muy fuerte adentro de la casa”, rememora una de las jóvenes que se escondieron en la casa de Atenco durante el sitio policiaco.
“El padre nos dice que quiere entregar a su hijo, que no importa lo que pase, que quiere sacarlo a la calle para ver si los policías lo recogen y lo llevan a un hospital. En eso pues salimos todos y nadie quiere que lo entregue. Dicen que no, por que nadie nos aseguraba que al muchacho lo recogerían. Además nuestra seguridad también estaba de por medio. Entonces el señor aguanta mucho y no entrega a su hijo con ese dolor que se le veía al señor. Pero nunca lloró, nunca, nunca decidió hacerlo, a fin de cuentas decidimos quedarnos callados, teníamos mucho miedo, todos estábamos en silencio.”
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La decisión del Presidente Vicente Fox de cancelar en octubre de 2002 el proyecto de construcción de un aeropuerto sobre las tierras de San Salvador Atenco, provocó que numerosos grupos inmobiliarios y políticos perdieran la oportunidad de realizar un suculento negocio.
A partir de entonces, el gobierno federal fue criticado sobre todo por empresarios y viejos políticos que siempre pidieron usar la mano dura en contra de los inconformes dirigidos por Ignacio del Valle. “Un Presidente cobarde”, fue lo menos que se opinó del mandatario desde aquellos espacios que pedían la solución del conflicto a la usanza del régimen del PRI.
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Uno de sus nombres, Ollín, significa movimiento. Ollín Alexis tenía veinte años y estudiaba danza desde los nueve. En la Universidad Nacional Autónoma de México llevaba dos carreras, matemáticas y economía, y además estudiaba ruso. Tocaba la guitarra, leía inexorablemente, llevaba siempre libros, usaba lentes y en algunas fotos lo encontrabas bailando o escuchando las palabras de comandantes zapatistas en La Garrucha, Chiapas.
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“¿Y ahora qué hacemos compañeros?”, preguntó en una asamblea del pueblo, Ignacio del Valle, unas semanas después de impedir que les arrebataran sus tierras.
Para ese entonces, “los de Atenco” se habían vuelto famosos en el altermundo. En la selva lacandona de Chiapas el Subcomandante Marcos escribía largos comunicados sobre ellos, los Sin Tierra de Brasil mandaban sus deferencias en cartas, el Ejército de Liberación Nacional de Colombia hacía lo mismo, el agricultor francés altermundista Joseph Bové preguntaba quién era Ignacio del Valle y el Premio Nóbel, José Saramago, desde las Islas Canarias, se confesaba admirador del “movimiento”.
En esa asamblea lejos de abandonar la lucha, “los de Atenco” crearon una organización llamada Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra. De esta forma, explicaba Ignacio del Valle, plantearían sus demandas “más allá de los partidos políticos” y “apoyaremos con nuestra presencia a los movimientos sociales que haya en todas partes del país”
Son las seis de la tarde del 3 de mayo en la Plaza de las Tres Culturas, Tlatelcolco. El subcomandante Marcos del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, declara la alerta roja en las comunidades indígenas de Chiapas y pide acciones de solidaridad con Atenco. “Atenco no puede estar solo”, dice.
Ángel Benhumea se encuentra con su hijo y varios compañeros escuchando las palabras del Subcomandante. Después se preguntan entre ellos: ¿qué hacer? Nadie duda: hay que ir.
Primero van a la Universidad de Chapingo donde, según dicen, se está reuniendo la gente. De hecho hay mucha gente, pero muy poca organización. Esperan horas mientras grupos pequeños deciden irse a Atenco a esperar la inminente llegada de las fuerzas federales.
Cuando el grupo de Angel decide irse también son casi las seis de la mañana. Llegan apenas unos minutos antes de que los 3 mil policías.
- Nos ponemos en las primeras filas para evitar que el pueblo sea reprimido, dice Angel.
Pero en ese instante, con la entrada de las primeras tropas de la policía, con los primeros disparos de las granadas de gas lacrimógeno, en las primeras filas, cae Alexis.
Ángel está parado a unos dos metros cuando el proyectil le pega en la cabeza a su hijo, quien logra levantarse con ayuda de su padre y todavía alcanza decir: “mis lentes, se cayeron mis lentes”. Pero la policía ya venía encima y no les quedaba más que correr, buscar refugio en alguna casa del pueblo.
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Por la radiofrecuencia de la corporación, los policías que mantienen sitiada la casona de Texcoco donde está Ignacio del Valle, escuchan la derrota propinada a sus compañeros en San Salvador Atenco.
A las 5 y media de la tarde dejan de ser espectadores. Se ponen manos a la obra. La orden que han recibido de sus jefes es “partirles en su madre a esos hijos de la chingada”.
Así es como centenares de efectivos entran con lujo de violencia a sacar, bañados en sangre y semiinconscientes, a “Nacho” y los otros 30 de Atenco que permanecían atrincherados desde la mañana en Texcoco. Después, efectivos de la policía derraman pintura roja por toda la casa para encubrir los charcos de sangre.
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En la casa, de apenas dos cuartos pequeños en la planta baja y dos iguales en la planta alta, se refugian mas de cincuenta personas, algunos de Atenco, otros de la Ciudad de México. Hay quienes son viejos activistas que vienen de experiencias de represión históricas en México como la de 1968. También hay otros, los más, estrenándose.
Un médico, Guillermo Selvas, es el primero en reconocer la gravedad de la herida. Alexis quiere hablar, pero ya no puede. Su lengua le falla. El Doctor Selvas le revisa la cabeza y ve que el cráneo está roto, que el cráneo está expuesto, que ya empieza a sangrar de manera masiva. En los primeros minutos el Doctor Selvas decide salir a buscar auxilio. El Doctor nunca regresa a la casa. El Doctor, un año después, sigue preso.
En la planta baja Ollín Alexis ya no puede sentarse. Se acuesta en el suelo. Otro médico lo revisa y se espanta. Saca vendas de su mochila y busca parar la hemorragia. Alexis no responde, empieza a temblar.
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Al conocer la detención de Ignacio del Valle, de nueva cuenta, San Salvador Atenco se ha convertido en un pueblo amotinado. Son diez los policías retenidos por los pobladores, una decena de camiones, entre ellos una pipa de gas, se encuentran en su poder y las autoridades municipales han huido en el transcurso de las últimas horas.
Entre los alzados hay nervios de guerra al clarear la medianoche y es que para estas horas Atenco es ya un asunto de seguridad nacional, dicen los principales mandos policiacos del país. El rumor en el pueblo es que ahora no serán los policías estatales, sino el Ejército el que los reprimirá.
Por eso hay tanta alerta y suenan con frecuencia las campanas de la iglesia. A los más adormilados del pueblo, unos cohetones ayudan a despertarlos. “¡Ya vienen los federales, compañeros, vamos a organizarnos para darles en la madre!”, gritan líderes espontáneos.
“Los de Atenco” saben que serán reprimidos como nunca. Quizá por eso hasta deciden entregar a 8 de los 10 efectivos en cautiverio a la Cruz Roja. Nada cambiará eso el transcurso de las cosas durante las horas siguientes. La decisión está tomada.
En la planta baja están varios que como Ángel participaron en las movilizaciones estudiantiles de décadas anteriores. Ellos piden detergente y vinagre. Echan el químico debajo de la puerta, y detrás de las ventanas, luego mezclan sus orines con vinagre y derraman también el contenido por todos lados.
Los policías traen perros y los perros suben de frente a la planta alta por la escalera de metal delantera. Los perros no huelen el sudor de treinta personas en la planta baja. Por la escalera los policías jalan a los que se escondían arriba. Los bajan y los golpean. La gente en la planta baja escucha los gritos. Llevan a golpes a Mariana, la hija del Doctor Selvas. Mariana, un año después, sigue presa.
Un policía toca la puerta de la planta baja, pero nadie le contesta.
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Entraron por sorpresa la mañana del 4 de mayo. Ni siquiera dieron tiempo a que los pobladores agarraran sus machetes. Cuando David despertó y trató de tomar la suya, siete policías federales ya lo habían rodeado. Un minuto de puñetazos de pie, dos y medio de patadas en el piso y varios más de insultos arrastrado, recibió antes de ser subido a un camión de la Policía Federal Preventiva.
Su machete, con la hoja de acero diciendo EZLN, se quedaba callado, mirando a su dueño inconsciente y lleno de sangre. Así, cinco años después de haberlo intentado por primera vez, las autoridades entraban a San Salvador Atenco. Unas horas antes del arribo policiaco, los campesinos atrincherados habían bajado la guardia de manera evidente. Información errónea, cansancio por la trifulca de cuatro horas ganada el día anterior y una desventaja numérica de cuatro por uno frente a los 3 mil policías enviados. Aquellos imbatibles guerreros postrados sobre el kilómetro 27 de la carretera Lechería-Texcoco, corrían de prisa, tratando de reorganizar su defensa desde el interior del poblado. A paso redoblado, el contingente policiaco se posicionaba de la vía federal lanzando bombas de gas lacrimógeno, piedras y golpeando a diestra y siniestra a quien se encontraban a su paso.
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Me levanté a las seis y prendí la televisión. En pocos minutos vi la entrada de la policía a San Salvador Atenco. Desperté a unos compañeros de medios y les dije, tenemos que ir.
El tráfico para salir de la ciudad era una pesadilla. Una hora para avanzar cinco kilómetros. Cuando por fin íbamos saliendo de la ciudad vimos a unos dos o tres cientos granaderos corriendo por el pasto hacia el otro lado de la carretera. Paramos y tres reporteros con cámaras salimos corriendo detrás de los granaderos para registrar el enfrentamiento.
Pero no hubo enfrentamiento. Después de una hora de negociaciones y amenazas, los granaderos de la Ciudad de México lograron desplazar a los manifestantes quienes habían bloqueado la carretera en solidaridad con Atenco.
Cuando se veía que ahí no iba a pasar nada, entre otros corresponsales de medios independientes que estaban ahí decidimos buscar un taxi, pero no había nadie quien nos llevara hasta Atenco. Entonces decidimos contratar una combi de transporte colectivo. Fuimos a la parada de un mercado cercano y encontramos a un chofer dispuesto a llevarnos.
Eran las doce del día y el sol oprimía. Mandé un mensaje por celular a mi amigo el periodista Diego Osorno quien estaba desde hace varias horas en Atenco. “Vamos para allá”, escribí. “Con mucho cuidado –contestó- están sacando la gente de sus casas, andan como perros”.
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Ella está parada. Rendida en la plaza principal de San Salvador Atenco. Levanta las manos como pidiendo paz después de tanto correr. El primer policía llega y le propina un toletazo en la cabeza. Se dobla. Aparece otro. Este para patearle sus piernas. Ella cojea, pero no cae. Vienen cinco más. Todos a golpearla. Todos de la policía del Estado de México. Ella cae por fin, se pega y sangra.
Uno de los representantes de la ley la agarra de los pies. Otro de las manos. Así la van arrastrando diez metros por la calle hasta la caja de una camioneta. Ella gime algo extraño. Ellos su euforia. Se aparece otro efectivo con voz de mando. “Ándale, súbete pinche india”, ordena. Y su cuerpo es lanzado hasta caer en un montón inerte de personas que también acaban de ser capturadas. Sus dos pies quedan al aire. A patadas, un policía montado en la camioneta, termina de acomodarla. Es la indígena mazahua Magdalena García Durán quien acaba de ser detenida y está a punto de ser trasladada al Penal de Alomoloyita. Afuera de la cárcel donde Magdalena permanecerá encerrada, 50 de sus compañeras se ofrecerán a ser recluidas para conseguir su liberación. Buscarán hablar con todos los “licenciados” que van saliendo del penal pero nada. Se encadenarán a unos barrotes. Gritarán en su lengua indígena y en español, pero solo el silencio y el frío de la madrugada en el Valle de México las escuchará, hasta la fecha.
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En la casa están intentando furiosamente contactarse con personas en la Ciudad de México para que manden una ambulancia. Por fin responde alguien en la Cruz Roja del Estado de México y se compromete a enviar una ambulancia. Esta llega a unas dos horas a Atenco pero la Policía Federal Preventiva que tiene cercado al pueblo no le permite entrar. Espera un rato y se va.
A pocos minutos suena mi celular. Contesto y escucho una voz hablando casi en suspiros como una fantasma, repite mi nombre “¿John? ¿John?”. Cuelgo, pero poco después vuelve a sonar y contesto nuevamente. - John, soy Aarón, Aarón de la caravana (de la Otra Campaña). Me dice que están escondidos en una casa en Atenco, que hay policías por todas partes y no pueden salir, miles de policías, que ya sacaron gente a golpes de otra parte de la casa, que hay “un herido” y necesitan ayuda. - Estamos en camino, le digo, en cuanto lleguemos y veamos como está la situación te mando un mensaje. Estamos en una combi, llegando vemos como te podemos ayudar.
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Ya tienen el control de San Salvador Atenco y se pasean por las calles del pueblo entrando a diestra y siniestra en las casas. Rompen, miran y si deciden que los habitantes son sospechosos, los golpean sin reparo alguno antes de llevarlos a camionetas y camiones. Borbotones de sangre le salen de la cabeza al dueño de una panadería que balbucea algo así como que “yo estaba dormido”. Pero un policía le da otro puñetazo para que se termine de callar.
En eso entra una especie de cordura al notar la presencia de reporteros. “Ya estuvo, no se descuiden con este pendejo, el pedo está allá”, salva uno de los subdirectores del operativo. La avanzada policiaca sigue por las calles y de repente aparece el único encapuchado de la mañana —que no el subcomandante Marcos— es un hombre vestido de civil que va diciéndole a los policías que están en las casas y comercios donde se atrincheran los “macheteros”. Es el delator.
En la plaza principal del pueblo un policía federal preventivo colgado de la puerta del camión presume con su mano izquierda el trofeo de la batalla: dos machetes campesinos blandiéndose en el aire. Atrás de él, por la ventanilla, cuatro de los más de 100 activistas capturados asoman su rostro amoratado.
Este es San Salvador Atenco después de la refriega. Ahora, la fotografía obligada son una decena de policías recostados en las escalinatas del auditorio “machetero” bajo una manta que reivindica La otra campaña y la lucha popular. Con ese telón de fondo, uno de los efectivos ríe mientras pregunta: “Pues bueno, ¿a qué hora empezamos a construir el nuevo aeropuerto?”
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Nunca entendí bien lo que estaba sucediendo antes de ver a Alexis. Me dijo Aarón que había “un herido”. Yo imaginaba a alguien con el brazo roto, alguien con un golpe fuerte en la cara, con la nariz rota, tal vez con un toletazo en la cabeza. Imaginé una herida con sangre e hinchazón, no un disparo en la cabeza, no un cráneo roto y expuesto, nunca un muchacho muriendo en el piso.
Llegamos a Atenco como a la una y media. De inmediato empezamos a buscar la casa en la que Alexis y los demás se refugiaban del sitio policiaco al poblado. Cuando encontramos la casa, el dueño salió al portón para decirnos que “el herido” estaba mal pero que era demasiado peligroso sacarlo todavía—había policías en cada esquina mirándonos y patrullas recorriendo cada calle. Nosotros, ingenuos, decidimos ir a Texcoco a buscar una farmacia y comprar vendas, alcohol y medicina para el dolor. En el viaje hicimos una hora. No sabíamos que era una hora de vida.
La periodista de Narco News fue la que entró a la casa para entregar la medicina. Pidió usar el baño y Osorno y yo fingimos que estábamos haciéndole una entrevista al propietario de la casa para que la policía no sospechara de que la gente estaba escondida ahí. Ella tardó mucho. Diez, quince minutos, y cuando finalmente salió ya no podía hablar. Intentaba decirme como estaba “el herido” pero no le salía ni una sola palabra entera.
—¿Cómo está?, insistí
—Es que se está muriendo…
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“Me subieron en un camión y me acostaron en el piso de este indicándome no moverme y no hablar. Seguían amenazándome con violarme y matarme, hasta que a golpes y patadas me bajaron de ese camión para subirme en la parte de atrás de una camioneta donde un sujeto me golpeaba las nalgas sin parar con un tolete, mientras yo seguía con la cabeza cubierta y boca abajo. Cuando ya no pude soportar los golpes en mis nalgas traté de cubrirme con mis manos y también me las golpearon hasta que las quité, después el policía introdujo su mano por debajo de mi ropa interior y me apretó fuertemente las nalgas, incluso introduciendo sus dedos en mi ano.
Después con amenazas de muerte y patadas me bajaron de esa camioneta para subirme en un autobús, en el cual me obligaron a sentarme en el último asiento donde me descubrieron solamente la boca y empezaron a morderme los labios y meterme su lengua en su boca, al menos cuatro sujetos apretaron mis senos y pellizcaron mis pezones, al menos tres sujetos introdujeron sus dedos muchas veces en mi vagina, mientras me insultaban y golpeaban. De repente empiezan a subir a muchos compañeros y compañeras y yo oía como violaban y golpeaban a todos; nos torturan todo el camino hasta llegar a este penal, donde tengo mucho dolor en la manos, la cadera, el brazo derecho, el vientre y las piernas y no se me da atención médica”, declaró ante el Ministerio Público, Norma Jiménez Osorio, una estudiante de 23 años de edad detenida ese día.
De los 247 detenidos que hubo esos días, 28 siguen presos y 172 están libres bajo caución. Algunos eran de Texcoco y Atenco, pero muchos no. Venían de la UNAM, la Universidad de Chapingo y de la Ciudad de México a apoyar a los comuneros. También había cinco personas extranjeras: Samanta Dietmar, fotógrafa de origen alemán; Maria Sostres Torrida y Cristina Vals Fernandez, estudiantes españolas y Alberto Aguirre Tomic, estudiante de antropología en una escuela oficial mexicana. Una reconocida documentalista chilena, Valentina Palma, también viviría en México aquello por que se había hecho famoso Pinochet.
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Cuando llegamos al hospital Alexis sigue vivo. Lo cargamos—su cuerpo está caliente—por la entrada de emergencias. Escucho a un doctor comentar a su colega, “este ya valió”.
Por suerte un cirujano neurólogo se encuentra por salir de su turno. Llevan a Alexis a una sala de operación donde a pocos minutos de haber llegado comienza una cirugía de mas de cinco horas. Alexis aguanta, pero en coma. La hemorragia interna, hemorragia de once horas sin atención medica, once horas cercado por policía, once horas atrapado por el miedo de una treintena de personas escondidas también en la casa de refugio, la hemorragia ya destrozó un ochenta por ciento de su masa encefálica.
Su familia, padre, madre, hermana, y hermano, tíos y primos, tías y primas se quedan siempre abajo en la puerta del hospital. Ahí duermen, cuando pueden dormir. Ahí comen, cuando pueden comer. Ahí hablan con los amigos y compañeros, las amigas y compañeras de la universidad, de la danza, de la lucha contra el sistema político en México. Ahí permanecen día tras día, hora tras hora, con la esperanza desgastada, chueca, como una barricada casi sola en una calle olvidada.
Pero Alexis duerme. Ollín ya no se levanta.
Diego Osorno