Juan Carlos Ruiz Guadalajara *
E
s un grandísimo error sostener que a dos años de distancia, lo que se pueda decir sobre las atrocidades cometidas en Iguala entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014 resulta inútil o repetitivo. El olvido y la impunidad solicitadas desde aquel demencial llamado de Peña Nieto a
superarla tragedia son imposibles. A pesar del desgaste a que han sido sometidas las familias de los 43 normalistas de Ayotzinapa, lo cierto es que toda la energía social volcada hacia el reclamo de justicia ha hecho posible arribar a un punto de inflexión en los esfuerzos por conocer lo que realmente sucedió. Las jornadas globales de apoyo a las madres y los padres de los 43 estudiantes también han mostrado al mundo las dimensiones de la tragedia que se vive en México en materia de derechos humanos, corrupción, ingobernabilidad, violencia, homicidios y desapariciones. Esas madres y padres de los 43, representantes de los miles de familiares de desaparecidos que existen en nuestro país, encabezan una causa que es de todos porque saben que los hijos son el sentido de la vida. Buscan, por tanto, lo más esencial para nosotros: la verdad. Lo han hecho de manera no violenta, profunda, y seguirán así porque creen en la vida y están dispuestos a morir para encontrar a sus hijos.
La desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa es, por tanto, el asunto prioritario de la agenda social mexicana, no sólo por la necesidad de incrementar el respaldo a las madres y padres de los 43 para mantener la búsqueda y dar con la verdad, sino también porque en esa búsqueda los mexicanos hemos conocido que el tamaño de nuestra debacle como nación ha rebasado los pronósticos más exagerados. Por ejemplo, la búsqueda de los 43 ha revelado al mundo que en los últimos años el estado de Guerrero se convirtió en una fosa clandestina. A raíz de ello, esfuerzos ciudadanos han encontrado una situación similar en Morelos y Veracruz, por mencionar algunos de los territorios que se integran a esta especie de atlas criminal de la muerte. La desaparición y búsqueda de los 43 también ha hecho manifiestas las diferencias entre los mexicanos, reflejo de una división provocada por el racismo, la ignorancia y la mediocridad política del grueso de ciudadanos; los juicios lapidarios y linchamientos mediáticos de que han sido objeto las normales rurales del país, y con especial saña la comunidad de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, son prueba de la enorme distancia, incomprensión y desconocimiento que acusan muchos sectores, principalmente urbanos, sobre la función y relevancia históricas de esos centros educativos.
Sin embargo, el hallazgo más estremecedor que debemos a las madres y padres de los 43 en su búsqueda de la verdad ha consistido en documentar la existencia en México de un gobierno federal capaz de administrar y liderar un Estado delincuencial. La idea surgida en los días posteriores a la desaparición de los 43 sobre encontrarnos ante un crimen de Estado ha obtenido los elementos necesarios de verificación para trascender la categoría de simple sospecha. Las primeras evidencias fueron aportadas por los sobrevivientes y por el Equipo Argentino de Antropología Forense. Posteriormente, ante las aberraciones de Murillo Karam para cerrar el caso, la presión nacional e internacional abrió la puerta a la mediación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y al trabajo del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). Los informes finales del GIEI son demoledores: lo que la Procuraduría General de la República (PGR) quiso presentar como la investigación criminalística más importante de la historia policiaca en México resultó ser una colección de falsedades y malas intenciones.
Los documentos del GIEI están a la vista, basta profundizar en su estudio para entender el agujero en el que nos han metido como sociedad civil ante la intentona criminal de funcionarios federales de sembrar un engaño histórico. Dichos funcionarios, aún impunes y protegidos, tejieron un expediente de mentiras y ocultaron información asombrosa y primordial. Entre la más relevante, y que debemos reiterar mil veces, se encuentra la prueba del permanente monitoreo y vigilancia que miembros del Ejército y de la Policía Federal ejercieron sobre los estudiantes desde que salieron de la normal de Ayotzinapa, la tarde de aquel 24 de septiembre, hasta que cesaron los violentos ataques de que fueron víctimas en Iguala. Es decir, que además de haber contado todo el tiempo con información privilegiada sobre lo que sucedía, policías federales y militares fueron sujetos expectantes de esos atroces crímenes cometidos a lo largo de casi cinco horas. También se ha demostrado que la verdad de lo ocurrido a los 43 no está en Cocula y su basurero, y que de insistir la PGR en la teoría de la incineración, se debe dirigir la mirada, como ya lo señaló José Torero, hacia hornos crematorios.
¿Qué significa este conjunto de información comprometedora? ¿Cómo se puede interpretar este episodio de militares y policías como simples espectadores de crímenes de lesa humanidad? ¿Quién decidió sembrar la
verdad histórica? ¿De qué tamaño es la cloaca que se empeñan en ocultar? A dos años de lo ocurrido, nuestras únicas certezas son que las madres y padres de los 43 normalistas desaparecidos llegarán sin violencia hasta las últimas consecuencias, que cuentan con un fuerte apoyo global y que encontrar la verdad sobre Ayotzinapa representa para México un camino sin retorno.
* Investigador de El Colegio de San Luis