L
a designación de Tomás Zerón de Lucio como secretario técnico del Consejo Nacional de Seguridad, apenas unas horas después de que se anunció su salida de la Agencia de Investigación Criminal (AIC) de la Procuraduría General de la República (PGR), ha levantado nueva ámpula entre los padres de los 43 normalistas desaparecidos hace casi dos años en Iguala, su entorno social de apoyo y la sociedad en general, que ve con asombro a un gobierno federal dispuesto a defender a uno de sus funcionarios más desacreditados.
El pasado jueves, los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos calificaron el nombramiento de Zerón de Lucio de una
burlay un mensaje presidencial que apunta a la
impunidad. Cabe recordar que la renuncia del ex jefe de la AIC se había convertido en una de las principales demandas de los padres de las víctimas, particularmente por su documentada participación en diligencias ministeriales que terminaron por contaminar la escena en que presuntamente se incineraron los cuerpos de los normalistas –de acuerdo con la versión de la PGR– y desvirtuaron así las pesquisas oficiales en su conjunto. Si la llamada
verdad históricade la Procuraduría resultó inverosímil y cuestionable desde el momento mismo en que fue enunciada, las conductas imputadas a Zerón de Lucio en un informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) la llevaron a una nueva cima de descrédito.
En un entorno institucional celoso de la legalidad, la transparencia y el mínimo sentido del decoro, la permanencia del funcionario en su cargo habría sido insostenible desde hace meses, y su destitución habría sido una medida obligada, así fuera para no entorpecer las investigaciones emprendidas en su contra por la Visitaduría General de la PGR.
En cambio, su designación de secretario técnico del CNS y los elogios prodigados hacia su persona por la Secretaría de Gobernación –que encomió la
experiencia y capacidad que ha demostrado en sus encargos anteriores– hace pensar que las autoridades federales no tienen ningún interés en enmendar sus actitudes erráticas, equívocas e improcedentes que las han caracterizado en lo que concierne el episodio del 26 de septiembre de 2014; por lo contrario, el empeño en mantener al cuestionado ex jefe de la AIC dentro del gabinete presidencial hace inevitable preguntarse cuáles son las razones para proteger a un servidor público que se ha convertido en un inocultable lastre político para el actual gobierno.
A casi dos años del crimen cometido en Iguala contra los normalistas de Ayotzinapa, el hecho sigue concentrando muchos de los rasgos más indeseables y oprobiosos de una realidad nacional recorrida por la violencia, la impunidad, la opacidad y la falta de justicia y esclarecimiento. Acaso lo más preocupante sea que, ante la persistente debilidad y descrédito que el episodio ha generado para el conjunto de la institucionalidad política en el país, el gobierno no parece tener más soluciones que la apuesta oficial por el olvido y el desgaste social.