S
e cumplen hoy 10 meses de los asesinatos de tres estudiantes normalistas, la desaparición forzada de 43, así como otros tres homicidios y la comisión de lesiones graves, todo ello perpetrado, según la versión oficial, por la policía municipal de Iguala. El caso provocó la caída y luego el encarcelamiento del alcalde de esa localidad guerrerense y la separación del cargo del ex gobernador Ángel Aguirre Rivero y, a la postre, la salida de Jesús Murillo Karam, quien encabezó la investigación oficial que presentó como conclusión la Procuraduría General de la República (PGR).
Más allá de esas aprehensiones y remociones, el Estado ha sido incapaz de atender la demanda de una investigación creíble, procuración de justicia efectiva y la búsqueda de los desaparecidos. Al contrario, hasta la fecha, el gobierno federal ha logrado convencer a la ciudadanía de la certeza de lo que Murillo Karam llamó
la verdad históricadel caso –la versión de que los 43 normalistas desaparecidos fueron ejecutados y sus cuerpos incinerados en el basurero municipal de Cocula– y ni siquiera ha podido formular un mensaje convincente de compromiso con el esclarecimiento de los hechos.
A más de 300 días de los trágicos acontecimientos de Iguala, la supuesta
verdad históricaha recibido toda clase de cuestionamientos y se ha sumido en el descrédito generalizado de los familiares de las víctimas, su entorno social de apoyo, las organizaciones defensoras de derechos humanos y la propia institucionalidad oficial, si se toma en cuenta el informe presentado esta misma semana por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en el sentido de que las pesquisas son
incompletasy adolecen de fallas diversas. Al día de hoy persisten múltiples preguntas sin respuesta y un sentido de confusión entre las propias versiones oficiales.
Por lo demás, la ausencia de justicia se percibe en que, de cerca de un centenar de detenidos por su presunta participación en ese episodio de barbarie, ninguno ha sido sentenciado, amén de que faltan por capturar dos de los principales involucrados, de acuerdo con líneas de investigación de la propia procuraduría.
El episodio de Iguala y el agravio permanente de la ausencia de los 43 normalistas constituyen un emblema de los incontables abusos, atropellos y omisiones de la autoridad en contra de la población, así como un símbolo de la violencia delictiva, policial y militar que se ha abatido sobre diversos sectores desde hace casi una década y que ha continuado y se ha agudizado del 26 de septiembre del año pasado a la fecha: en ese periodo han sido localizadas más de 25 fosas clandestinas en Guerrero; se han registrado mil 428 homicidios dolosos y 113 secuestros, así como la desaparición de más decenas de personas. Las instancias de esa violencia incontrolable se han saldado, en casi todos los casos, con la impunidad, la opacidad y la apuesta oficial por el olvido y el desgaste social, y ello ha ahondado la fractura entre la percepción gubernamental –que suele cristalizar en un discurso triunfalista, en el que la violencia y los atropellos a los derechos humanos son fenómenos aislados– y la terrible realidad que padecen millones de personas en el país.
En un contexto nacional recorrido por la indignación, el dolor, la zozobra y el sentir generalizado de indefensión, el esclarecimiento pleno del caso Ayotzinapa –las causas por las que los normalistas fueron secuestrados, la responsabilidad de los distintos niveles de gobierno en los hechos y el paradero de los 43 desaparecidos– sigue siendo un elemento central para remontar el déficit de gobernabilidad y restañar la normalidad institucional en el país.