A
yer se cumplieron nueve meses del asesinato de tres personas y la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos en Iguala, Guerrero. Los hechos de ese 26 de septiembre no han sido satisfactoriamente esclarecidos por las autoridades de procuración de justicia, cuyo manejo del caso ha merecido severos cuestionamientos, tanto de los padres de las víctimas y su entorno social de apoyo, como de expertos internacionales en materia forense.
Pese a más de un centenar de detenidos, la falta de certeza en la conducción del caso ha dado lugar a que se denuncie el divorcio entre la
verdad oficialy la realidad. Así, persiste la sospecha de que los responsables permanecen impunes, lo que mantiene vivo el reclamo de justicia por parte de amplios sectores de la población.
Más allá del manto de escepticismo en torno a las investigaciones y del agravio permanente por la ausencia de los 43 desaparecidos, los hechos de Iguala se han vuelto un emblema de los incontables abusos, atropellos y omisiones de la autoridad en perjuicio de la población, factores que, sumados a la violencia delictiva, policial y militar que se ha abatido sobre diversos sectores sociales, configuran un escenario de vulneración sistemática de los derechos humanos en el país. Las posibilidades de solución a esta crisis se alejan porque el gobierno mexicano se empeña en negarla.
Un ejemplo de esa postura pudo observarse anteayer con el rechazo de la cancillería mexicana al informe del Departamento de Estado sobre la situación de derechos humanos en el mundo, el cual, para el caso de México, subraya la persistencia de los abusos y puntualiza que
los grupos delictivos organizados fueron responsables de numerosos asesinatos, a menudo actuando con absoluta impunidad y en alianza con las fuerzas de una autoridad local o estatal y funcionarios de seguridad, en referencia al caso de Ayotzinapa.
Si bien el gobierno de Estados Unidos carece de la autoridad moral y del mandato legal para emitir juicios sobre la situación de las garantías individuales en terceros países, no es esta la primera ocasión en que actores internacionales han señalado la debacle de la legalidad en perjuicio de los derechos humanos en el país.
Debe recordarse el intercambio discursivo que protagonizaron la propia Secretaría de Relaciones Exteriores y el relator especial de Naciones Unidas sobre la tortura, Juan Méndez, por el informe que presentó a principios de marzo al Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en el cual asentaba la persistencia de prácticas generalizadas de tortura en nuestro país cometidas por fuerzas policiales y ministeriales de todos los niveles de gobierno y por las fuerzas armadas.
Apenas ayer, la organización Amnistía Internacional informó sobre un aumento de 600 por ciento de las quejas por tortura en México en los últimos 10 años, pese a lo cual
existen únicamente siete sentencias condenatorias entre 2005 y 2013.
Los señalamientos formulados por esos organismos constituyen, en suma, un recordatorio del desempeño errático, tardío, opaco y cuestionable que ha caracterizado al gobierno federal en episodios de violaciones a los derechos humanos en el país, entre los que la masacre de Tlatlaya y las desapariciones de Ayotzinapa ocupan un lugar preponderante. Es necesario que las autoridades reconozcan la gravedad de la situación y actúen en consecuencia, no sólo para detentar un mínimo de autoridad moral al rechazar críticas de gobiernos extranjeros y organizaciones civiles, sino para cumplir con los principios más elementales del pacto social.