A
l cumplirse dos meses de la agresión sufrida por alumnos de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero, durante la que fueron asesinadas seis personas –tres normalistas y otros tres individuos– y 43 estudiantes fueron desaparecidos, México asiste al despliegue de una irritación y una movilización social que resultaban impensables antes del 26 de septiembre pasado, en tanto las instituciones enfrentan una crisis de credibilidad sin precedente en la historia moderna del país.
En efecto, los inauditos homicidios y desapariciones de normalistas han sido, a lo que puede verse, un detonante de protesta masiva para una sociedad que se había mostrado desarticulada, desmovilizada e incluso apática ante adversidades como la violencia del sexenio calderonista y las afectaciones a la economía popular, así como a la soberanía, causadas por el conjunto de reformas estructurales efectuadas en los primeros 12 meses del actual gobierno, las cuales trastocaron sensiblemente las bases del pacto social y eliminaron derechos y conquistas sociales históricas.
La proliferación de protestas y expresiones simbólicas que han tenido lugar en el curso de estas ocho semanas ha de contrastarse con la respuesta tardía y equívoca que mostraron las autoridades estatales y federales y en general el conjunto de la clase política ante el episodio: el gobernador guerrerense Ángel Aguirre Rivero –quien a la postre se vio obligado a pedir licencia del cargo por críticas a su desempeño y señalamientos de su posible responsabilidad en los hechos, así fuera por omisión– dejó pasar cuatro días antes de pedir al Congreso estatal el desafuero del entonces presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, en tanto el gobierno federal se limitó, los días posteriores, a exhortar a las autoridades locales a que se responsabilizaran de las investigaciones y de la procuración de justicia, así como a insistir en que la atrocidad de Iguala era un
asunto local.
Posteriormente, ambos niveles de gobierno se mostraron incapaces de presentar resultados creíbles para la población, particularmente para los familiares de las víctimas, que condujeran a un esclarecimiento de los hechos y a la consignación de autores materiales e intelectuales de la masacre. De manera adicional, conforme pasaron los días salió a la luz una cadena de fallas y omisiones de la autoridad federal y estatal que no han sido explicadas hasta la fecha, entre las que destacan la evidencia de que los gobiernos de Guerrero y federal conocían, desde meses atrás de los hechos de Iguala, acusaciones por delitos graves contra Abarca e información sobre el entorno delictivo de su esposa.
La circunstancia descrita ha agudizado el descontento social y ha colocado al país en un escenario no muy lejano a la ingobernabilidad. En la medida en que ha quedado de manifiesto el divorcio entre lo que se predica desde la formalidad institucional y el sentir de la población, la credibilidad de la primera ha sido severamente cuestionada y desacreditada. Así lo demuestran, entre otros indicios, la desconfianza generalizada que ha despertado la versión oficial de los hechos presentada por la Procuraduría General de la República el pasado 7 de noviembre –los normalistas habrían sido ejecutados y sus cuerpos reducidos a cenizas en un basurero de Cocula–; otro ejemplo de esa desconfianza profunda en las instituciones es lo ocurrido ayer, cuando un encuentro entre padres de familia de los 43 estudiantes desaparecidos, abogados del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan y autoridades federales fue suspendido entre reclamos de los primeros por incumplimiento de las segundas.
Para colmo, tras la manifestación del pasado 20 de noviembre en la ciudad de México, realizada en el contexto de una jornada internacional de solidaridad con Ayotzinapa, tuvo lugar una zacapela entre fuerzas policiales federales y capitalinas, por un lado, y un pequeño grupo de embozados de filiación incierta por el otro, que derivó en detenciones y consignaciones cuestionadas que han dado lugar, a su vez, a más expresiones de protesta y a un recrudecimiento de la irritación social.
Lo central: en el curso de los últimos dos meses ha quedado exhibida la falla en una de las funciones básicas del Estado –proteger la vida de las personas– y se ha vuelto evidente la necesidad de una profunda reforma en todas las instituciones de procuración e impartición de justicia y de seguridad pública. Antes de atender esa urgente necesidad, sin embargo, es imperativo que las autoridades elaboren y presenten una investigación fundamentada y verosímil sobre los hechos de hace dos meses y que esclarezcan con plena certeza el paradero de los estudiantes desaparecidos. Sin esa acción parece sumamente difícil que pueda ser despejada la ira social que sacude a nuestro país y que resuena en otros.